domingo, 17 de julho de 2016

La Iglesia y la esclavitud - por Jaime Balmes


EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO
EN SUS RELACIONES CON LA CIVILIZACION EUROPEA

Dr. D. Jaime Balmes 1842

TOMO 2


La Iglesia católica empleó para la abolición de la esclavitud no sólo un sistema de doctrinas y sus máximas y espíritu de caridad, sino también un conjunto de medios prácticos. Punto de vista bajo el cual debe mirarse este hecho histórico. Ideas erradas de los antiguos sobre la esclavitud. Homero, Platón, Aristóteles. El cristianismo se ocupó desde luego en combatir esos errores. Doctrinas cristianas sobre las relaciones entre esclavos y señores. La Iglesia se ocupa en suavizar el trato cruel que se daba a los esclavos.

AFORTUNADAMENTE la Iglesia católica fue más sabia que los filósofos, y supo dispensar a la humanidad el beneficio de la emancipación, sin injusticias ni trastornos: ella regenera las sociedades, pero no lo hace en baños de sangre. Veamos, pues, cuál fue su conducta en la abolición de la esclavitud.
Mucho se ha encarecido ya el espíritu de amor y fraternidad que anima al Cristianismo; y esto basta para convencer de que debió de ser grande la influencia que tuvo en la grande obra de que estamos hablando. Pero quizás no se ha explorado bastante todavía cuáles son los medios positivos, prácticos, digámoslo así, que echó mano para conseguir su objeto.
Al través de la oscuridad de los siglos, en tanta complicación y variedad de circunstancias, ¿será posible rastrear algunos hechos que sean como las huellas que indiquen el camino seguido por la Iglesia católica para libertar a una inmensa porción del linaje humano de la esclavitud en que gemía? ¿Será posible decir algo más que algunos encomios generales de la caridad cristiana? ¿Será posible señalar un plan, un sistema, y probar su existencia y desarrollo, apoyándose no precisamente en expresiones sueltas, en pensamientos altos, en sentimientos generosos, en acciones aisladas de algunos hombres ilustres, sino en hechos positivos, en documentos históricos, que manifiesten cuál era el espíritu y la tendencia del mismo cuerpo de la Iglesia? Creo que sí: y no dudo que me sacará airoso en la empresa lo que puede haber de más convincente y decisivo en la materia, a saber: los monumentos de la legislación eclesiástica.

140 Y ante todo no será fuera del caso recordar lo que se lleva ya indicado anteriormente, que cuando se trata de conducta, de designios, de tendencias, con respecto a la Iglesia, no es necesario suponer que esos designios cupieran en toda su extensión en la mente de ningún individuo en particular, ni que todo el mérito y efecto de semejante conducta fuesen bien comprendidos por ninguno de los que en ella intervenían: y aun puede decirse que no es necesario suponer que los primeros cristianos conociesen toda la fuerza de las tendencias del Cristianismo con respecto a la abolición de la esclavitud.
Lo que conviene manifestar es que se obtuvo el resultado por las doctrinas y la conducta de la Iglesia; pues que entre los católicos, si bien se estiman los méritos y el grandor de los individuos en lo que valen, no obstante cuando se habla de la Iglesia, desaparecen los individuos; sus pensamientos y su voluntad son nada, porque el espíritu que anima, que vivifica y dirige a la Iglesia, no es el espíritu del hombre, sino el Espíritu del mismo Dios.
Los que no pertenezcan a nuestra creencia echarán mano de otros nombres; pero estaremos conformes, cuando menos, en que mirados los hechos de esta manera, elevados sobre el pensamiento y voluntad del individuo, conservan mucho mejor sus verdaderas dimensiones, y no se quebranta en el estudio de la historia la inmensa cadena de los sucesos.
Dígase que la conducta de la Iglesia fue inspirada y dirigida por Dios, o bien que fue hija de un instinto, que fue el desarrollo de una tendencia entrañada por sus doctrinas; se empleen estas o aquellas expresiones, hablando como católico o como filósofo, en esto no es menester detenerse ahora; pues lo que conviene manifestar es que ese instinto fue generoso y atinado, que esa tendencia se dirigía a un grande objeto, y que lo alcanzó.
Lo primero que hizo el Cristianismo con respecto a los esclavos fue disipar los errores que se oponían no sólo a su emancipación universal, sino hasta a la mejora de su estado: es decir que la primera fuerza que desplegó en el ataque fue, según tiene por costumbre, la fuerza de las ideas. Era este primer paso tanto más necesario para curar el mal, cuanto acontecía en él lo que suele suceder en todos los males, que andan siempre acompañados de algún error, que o los produce o los fomenta.
Había no sólo la opresión, la degradación de una parte de la humanidad; sino que estaba muy acreditada una opinión errónea, que procuraba humillar más y más a esa parte de la humanidad. La raza de los esclavos era, según dicha opinión, una raza vil, que no se levantaba ni de mucho al nivel de la de los hombres libres; era una raza degradada por el mismo Júpiter, marcada con un sello humillante por la naturaleza misma, destinada ya de antemano a ese estado de abyección y vileza. Doctrina ruin sin duda, desmentida por la naturaleza humana, por la historia, por la experiencia; pero que no dejaba por esto de contar distinguidos defensores, y que con ultraje de la humanidad y escándalo de la razón, la vemos proclamar por largos siglos, hasta que el Cristianismo vino a disiparla, tomando a su cargo la vindicación de los derechos del hombre.
Homero nos dice (Odis. 17) que “Júpiter quitó la mitad de la mente a los esclavos”. En Platón encontramos el rastro de la misma doctrina, pues que si bien en boca de otros como acostumbra, no deja sin embargo de aventurar lo siguiente: “se dice que en el ánimo de los esclavos nada hay de sano ni entero, y que un hombre prudente no debe fiarse de esa casta de hombres, cosa que atestigua también el más sabio de nuestros poetas”: citando en seguida el pasaje de Homero, arriba indicado. (Plat. l. de las Leyes).
Pero donde se encuentra esa degradante doctrina en toda su negrura y desnudez, es en la Política de Aristóteles. No ha faltado quien ha querido defenderle, pero en vano; porque sus propias palabras le condenan sin remedio. Explicando en el primer capítulo de su obra la constitución de la familia, y proponiéndose fijar las relaciones entre el marido y la mujer, y entre el señor y el esclavo, asienta que así como la hembra es naturalmente diferente del varón, así el esclavo es diferente del dueño; he aquí sus palabras: “y así la hembra y el esclavo son distinguidos por la misma naturaleza”.
Esta expresión no se le escapó al filósofo, sino que la dijo con pleno conocimiento, y no es otra cosa que el compendio de su teoría. En el cap. 3 continúa analizando los elementos que componen la familia, y después de asentar que “una familia perfecta consta de libres y de esclavos”, se fija en particular sobre los últimos, y empieza combatiendo una opinión que parecía favorecerles demasiado. “Hay algunos, dice, qué piensan que la esclavitud es cosa fuera del orden de la naturaleza; pues que sólo viene de la ley el ser éste esclavo y aquél libre, ya que por la naturaleza en nada se distinguen”.
142 Antes de rebatir esa opinión explica las relaciones del dueño y del esclavo, valiéndose de la semejanza del artífice y del instrumento, y también del alma y del cuerpo, y continúa: “Si se comparan el macho y la hembra, aquél es superior y por esto manda, ésta inferior y por esto obedece, y lo propio ha de suceder en todos los hombres: y así aquéllos que son tan inferiores cuanto lo es el cuerpo respecto del alma, y el bruto respecto del hombre, y cuyas facultades consisten principalmente en el uso del cuerpo, siendo este uso el mayor provecho que de ellos se saca, éstos son esclavos por naturaleza”.
A primera vista podría parecer que el filósofo habla solamente de las fatuos, pues así parecen indicarlo sus palabras; pero veremos en seguida por el contexto que no es tal su intención. Salta a la vista que si hablara de los fatuos, nada probaría contra la opinión que se propone impugnar, siendo el número de éstos tan escasos, que es nada en comparación de la generalidad de los hombres: además que si a los fatuos quisiera ceñirse, ¿de qué sirviera su teoría, fundada únicamente en una excepción monstruosa y muy rara?
Pero no necesitamos andarnos en conjeturas sobre la verdadera mente del filósofo; él mismo se cuida de explicárnosla, revelándonos al propio tiempo por qué se había valido de expresiones tan fuertes, que parecían sacar la cuestión de su juicio. Nada menos se propone que atribuir a la naturaleza el expreso designio de producir hombres de dos clases: unos nacidos para la libertad, otros para la esclavitud. El pasaje es demasiado importante y curioso para que podamos dejar de copiarle.
Dice así: “Bien quiere la naturaleza procrear diferentes los cuerpos de los libres y de los esclavos: de manera que los de éstos sean robustos, y a propósito para los usos necesarios, y los de aquéllos bien formados, útiles sí para trabajos serviles, pero acomodados para la vida civil, que consiste en el manejo de los negocios de la guerra y de la paz; pero muchas veces sucede lo contrario, y a unos les cabe cuerpo de esclavo y a otros alma de libre. No hay duda que, si en el cuerpo se aventajasen tanto algunos como las imágenes de los dioses, todo el mundo sería de parecer que debieran servirles aquéllos que no hubiesen alcanzado tanta gallardía. Si esto es verdad hablando del cuerpo, mucho más lo es hablando del alma; bien que no es tan fácil ver la hermosura de ésta como la de aquél; y así no puede dudarse que hay algunos hombres nacidos para la libertad, así como hay otros nacidos para la esclavitud: esclavitud que a más de ser útil a los mismos esclavos, es también justa”.
¡Miserable filosofía! que para sostener un estado degradante necesitaba apelar a tamañas cavilaciones, achacando a la naturaleza la intención de procrear diferentes castas, nacidas las unas para dominar, las otras para servir: ¡filosofía cruel! la que así procuraba quebrantar los lazos de fraternidad con que el Autor de la naturaleza ha querido vincular al humano linaje, que así se empeñaba en levantar una barrera entre hombre y hombre, que así ideaba teorías para sostener la desigualdad; y no aquella desigualdad que resulta necesariamente de toda organización social, sino una desigualdad tan terrible y degradante cual es la de la esclavitud.
Levanta el Cristianismo la voz, y en las primeras palabras que pronuncia sobre los esclavos los declara iguales en dignidad de naturaleza a los demás hombres: iguales también en la participación de las gracias que el Espíritu Divino va a derramar sobre la tierra. Es notable el cuidado con que insiste sobre este punto el apóstol san Pablo: no parece sino que tenía a la vista las degradantes diferencias que por un funesto olvido de la dignidad del hombre se querían señalar; nunca se olvida de inculcar la nulidad de la diferencia del esclavo y del libre. “Todos hemos sido bautizados en un espíritu, para formar un mismo cuerpo, judíos o gentiles, esclavos o libres”. (1 ad Cor. c. 12. v. 13). “Todos sois hijos de Dios por la fe qué es en Cristo Jesús. Cualesquiera que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay macho ni hembra: pues todos sois uno en Jesucristo”. (Ad Gal, c. 3. v. 26, 27, 28)., “Donde no hay gentil ni judío, circunciso e incircunciso, bárbaro y escita, esclavo y libre, sino todo y en todos Cristo”. (Ad Coloss. c. 3. v. 11).
Parece que el corazón se ensancha al oír proclamar en alta voz, esos grandes principios de fraternidad y de santa igualdad; cuando acabamos de oír a los oráculos del paganismo, ideando doctrinas para abatir más y más a los desgraciados esclavos, parece que despertamos de un sueño angustioso, y nos encontramos con la luz del día, en medio de una realidad halagüeña. La imaginación se complace en mirar a tantos millones de hombres que encorvados bajo el peso de la degradación y de la ignominia, levantan sus ojos al cielo, y exhalan un suspiro de esperanza.
Aconteció con esta enseñanza del Cristianismo lo que acontece con todas las doctrinas generosas y fecundas: penetran hasta el corazón de la sociedad, quedan allí depositadas como un germen precioso, y desenvueltas con el tiempo producen un árbol inmenso que cobija bajo su sombra las familias y las naciones. Como esparcidas entre hombres no pudieron tampoco librarse de que se las interpretase mal, y se las exagerase; y no faltaron algunos que pretendieron que la libertad cristiana era la proclamación de la libertad universal. Al resonar a los oídos de los esclavos las dulces palabras del Cristianismo, al oír que se los declaraba hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, al ver que no se hacía distinción alguna entre ellos y sus amos, ni aun los más poderosos señores de la tierra, no ha de parecer tampoco muy extraño que hombres acostumbrados solamente a las cadenas, al trabajo, y a todo linaje de pena y envilecimiento, exagerasen los principios de la doctrina cristiana, e hiciesen de ella aplicaciones, que ni eran en sí justas, ni tampoco capaces de ser reducidas a la práctica.
144 Sabemos por San Jerónimo que muchos, oyendo que se los llamaba a la libertad cristiana, pensaron que con ésta se les daba la libertad; y quizás el Apóstol aludía a este error, cuando en su primera carta a Timoteo (c. 6. v. 1) decía: “Todos los que están bajo el yugo de la esclavitud, que Honren con todo respeto a sus dueños para que el nombre y la doctrina del Señor no sean blasfemados”. Este error había tenido tal eco, que después de tres siglos andaba todavía muy válido, viéndose obligado el concilio de Gangres, celebrado por los años de 324, a excomulgar a aquéllos que, bajo pretexto de piedad, enseñaban que los esclavos debían dejar a sus amos, y retirarse de su servicio. No era esto lo que enseña el Cristianismo; y además queda ya bastante evidenciado que no hubiera sido éste el verdadero camino para llegar a la emancipación universal.
Así es que el mismo Apóstol, a quien hemos oído hablar a favor de los esclavos un lenguaje tan generoso, les inculca repetidas veces la obediencia a sus dueños; pero es notable que mientras cumple con este deber impuesto por el espíritu de paz y de justicia que anima al cristianismo, explica de tal manera los motivos en que se ha de fundar la obediencia de los esclavos, recuerda con tan sentidas y vigorosas palabras las obligaciones que pesan sobre los dueños, y asienta tan expresa y terminantemente la igualdad de todos los hombres ante Dios, que bien se conoce cuál era su compasión para con esa parte desgraciada de la humanidad, y cuán diferentes eran sobre este particular sus ideas de las de un mundo endurecido y ciego.
Se alberga en el corazón del hombre un sentimiento de noble independencia, que no le consiente sujetarse a la voluntad de otro hombre, a no ser que se le manifiesten títulos legítimos en que fundarse puedan las pretensiones del mando. Si estos títulos andan acompañados de razón y de justicia, y sobre todo si están radicados en altos objetos que el hombre acata y ama, la razón se convence, el corazón se ablanda, y el hombre cede. Pero si la razón del mando es sólo la voluntad de otro hombre, si se hallan encarados, por decirlo así, hombre con hombre, entonces bullen en la mente los pensamientos de igualdad, arde en el corazón el sentimiento de la independencia, la frente se pone altanera y las pasiones braman.
Por esta causa, en tratándose de alcanzar obediencia voluntaria y duradera, es menester que en el que manda se oculte, desaparezca el hombre y sólo se vea el representante de un poder superior, o la personificación de los motivos que manifiestan al súbdito la justicia y la utilidad de la sumisión: de esta manera no se obedece a la voluntad ajena, por lo que es en sí, sino porque representa un poder superior, o porque es el intérprete de la razón y de la justicia; y así no mira el hombre ultrajada su dignidad, y se le hace la obediencia suave y llevadera.
No es menester decir si eran tales los títulos en que se fundaba la obediencia de los esclavos, antes del Cristianismo: las costumbres los equiparaban a los brutos, y las leyes venían, si cabe, a recargar la mano, usando de un lenguaje que no puede leerse sin indignación. El dueño mandaba porque tal era su voluntad, y el esclavo se veía precisado a obedecer, no en fuerza de motivos superiores, ni de obligaciones morales, sino porque era una propiedad del que mandaba, era un caballo regido por el freno, era una máquina que había de corresponder al impulso del manubrio.
¿Qué extraño, pues, si aquellos infelices, abrevados de infortunio y de ignominia, abrigaban en su pecho aquel hondo y concentrado rencor, aquella virulenta saña, aquella terrible sed de venganza, que a la primera oportunidad reventaba con explosión espantosa?
El horroroso degüello de Tiro, ejemplo y terror del universo, según la expresión de Justino, las repetidas sublevaciones de los penestas en Tesalia, de los ilotas en Lacedemonia, las defecciones de los de Quío y Atenas, la insurrección acaudillada por Herdonio, y el terror causado por ella a todas las familias de Roma, las sangrientas escenas, la tenaz y desesperada resistencia de las huestes de Espartaco, ¿qué eran sino el resultado natural del sistema de violencia, de ultraje y desprecio con que se trataba a los esclavos? ¿No es esto lo mismo que hemos visto reproducido en tiempos recientes, en las catástrofes de los negros de las colonias? Tal es la naturaleza del hombre: quien siembra desprecio y ultraje, recoge furor y venganza.
Estas verdades no se ocultaron al Cristianismo, y así es que si predicó la obediencia, procuró fundarla en títulos divinos; si conservó a los dueños sus derechos, también les enseñó altamente sus obligaciones; y allí donde prevalecieron las doctrinas cristianas, pudieron los esclavos decir: “somos infelices, es verdad: a la desdicha nos han condenado, o el nacimiento, o la pobreza o los reveses de la guerra, pero al fin se nos reconoce por hombres, por hermanos; y entre nosotros y nuestros dueños hay una reciprocidad de obligaciones y de derechos”. -
146 Oigamos si no lo que dice el Apóstol: “Esclavos, obedeced a los señores carnales con temor y temblor, con sencillez de corazón como a Cristo, no sirviendo con puntualidad para agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios, sirviendo de buena voluntad, como al Señor, y no como a los hombres. Sabiendo que cada uno recibirá del Señor el bien que hiciere, sea esclavo, sea libre. Y vosotros, señores, haced lo mismo con vuestros esclavos, aflojando en vuestras amenazas; sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos; y delante de él no hay acepción de personas”. (Ad Ephes. c. 6. v. S, 6, 7, 8, 9,).
En la carta a los colonenses (c. 3) vuelve a inculcar la misma doctrina de la obediencia, fundándola en los mismos motivos; y como consolando a los infelices esclavos les dice: “del Señor recibiréis la retribución de la Heredad. Servid a Cristo Señor. Pues quien hace injuria recibirá su condigno castigo: 3. no hay delante de Dios acepción de personas”. Y más abajo (c. 4. v. 1) dirigiéndose a los señores añade : “señores, dad a los esclavos lo que es justo y equitativo; sabiendo que también vosotros tenéis un Señor en el cielo”.
Esparcidas doctrinas tan benéficas, ya se ve que había de mejorarse en gran manera la condición de los esclavos, siendo el resultado más inmediato el templarse aquel rigor tan excesivo, aquella crueldad que nos sería increíble, si no nos constara en testimonios irrecusables.
Sabido es que el dueño tenía el derecho de vida y de muerte, y que se abusaba de esta facultad hasta matar a un esclavo por un capricho, como lo hizo Quintio Flaminio en medio de un convite; y hasta arrojar a las murenas a uno de esos infelices por haber tenido la desgracia de quebrantar un vaso, como se nos refiere de Vedio Polión. Y no se limitaba tamaña crueldad al círculo de algunas familias que tuviesen un dueño sin entrañas, no, sino que estaba erigida en sistema: resultado funesto, pero necesario, del extravío de las ideas sobre este punto, del olvido de los sentimientos de humanidad : sistema violento que sólo se sostenía teniendo hincado sin cesar el pie sobre la cerviz del esclavo, que sólo se interrumpía cuando pudiendo éste prevalecer, se arrojaba sobre su dueño y lo hacía pedazos. Era antiguo proverbio: “tantos enemigos cuantos esclavos”.
Ya hemos visto los estragos que hacían esos hombres furiosos y abrasados de sed de venganza, siempre que podían quebrantar las cadenas que los oprimían; pero a buen seguro que no les iban en zaga los dueños cuando se trataba de inspirarles terror. En Lacedemonia, temiéndose un día de la mala voluntad de los ilotas, los reunieron a todos cerca del templo de Júpiter, y los pasaron a cuchillo (Tuc., 1. 4); y en Roma había la bárbara costumbre de que, siempre que fuese asesinado algún dueño, fueran condenados a muerte todos sus esclavos.
147 Congoja da el leer en Tácito (Anzz. 1. 44,43) la horrorosa escena ocurrida después de haber sido asesinado por uno de sus esclavos el prefecto de la ciudad, Pedanio Secundo. Eran nada menos que 400 los esclavos del difunto, y según la antigua costumbre debían ser conducidos todos al suplicio.
Espectáculo tan cruel y lastimoso en que se iba a dar la muerte a tantos inocentes, movió a compasión al pueblo, que llegó al extremo de amotinarse para impedir tamaña carnicería. Perplejo el senado, deliberaba sobre el negocio, cuando tomando la palabra un orador llamado Casio, sostuvo con energía la necesidad de llevar a cabo la sangrienta ejecución,, no sólo a causa de prescribirlo así la antigua costumbre, siglo también por no ser posible de otra manera el preservarse de la mala voluntad de los esclavos.
En sus palabras sólo hablan la injusticia y la tiranía; ve por todas partes peligros y asechanzas; no sabe excogitar otros preservativos que la fuerza y el terror; siendo notable en particular la siguiente cláusula, porque en breve espacio nos retrata las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto : Sospechosa fue siempre a nuestros mayores la índole de los esclavos, aun de aquéllos que por haberles nacido en sus propias posesiones y casas, podían desde la cuna haber cobrado afición a los dueños; pero después que tenemos esclavos de naciones extrañas, de diferentes usos y de diversa religión, para contener a esa canalla no hay otro medio que el terror”. La crueldad prevaleció: se reprimió la osadía del pueblo, se cubrió de soldados la carrera, y los 400 desgraciados fueron conducidos al patíbulo.
Suavizar ese trato cruel, desterrar esas horrendas atrocidades, era el primer fruto que debían dar las doctrinas cristianas; y puede asegurarse que la Iglesia no perdió jamás de vista tan importante objeto, procurando que la condición de los esclavos se mejorase en cuanto era posible; que en materia de castigos se sustituyese la indulgencia a la crueldad; y lo que más importaba, se esforzó en que ocupase la razón el lugar del capricho, que a la impetuosidad de los dueños sucediese la calma de los tribunales : es decir, que anduvieran aproximando los esclavos a los libres, rigiendo con respecto a ellos, no el hecho sino el derecho.
La Iglesia no ha olvidado jamás la hermosa lección que le dió el Apóstol cuando escribiendo a Filemón intercedía por un esclavo, y esclavo fugitivo, llamado Onésimo, y hablaba en su favor un lenguaje que no se había oído nunca en favor de esa clase desgraciada.
“Te ruego, le decía, por mi hijo Onésimo : ahí te lo he remitido, recíbelo como mis entrañas, no como a esclavo sino como a hermano carísimo; si me amas, recíbelo como a mí; si en algo te ha dañado, o te debe, yo quedo responsable”. (Ep. ad Philem).
No, la Iglesia no olvidó esta lección de fraternidad y de amor, y el suavizar la suerte de los esclavos fue una de sus atenciones más predilectas.
El concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, sujeta a penitencia a la mujer que haya golpeado con daño grave a su esclava.
El de Orleáns, celebrado en 549 (can. 22), prescribe que si se refugiare en la Iglesia algún esclavo que hubiere cometido algunas faltas, se le vuelva a su amo, pero haciéndole antes prestar juramento de que al salir no le hará daño ninguno; mas que si le maltratare quebrantando el juramento, sea separado de la comunión y de la mesa de los católicos.
Este canon nos revela dos cosas: la crueldad acostumbrada de los amos, y el celo de la Iglesia por suavizar el trato de los esclavos. Para poner freno a la crueldad nada menos se necesitaba que exigir un juramento; y la Iglesia, aunque de suyo tan edificada en materia de juramentos, juzgaba sin embargo el negocio de bastante importancia, para que pudiera y debiera emplearse en el augusto nombre de Dios.
El favor y protección que la Iglesia dispensaba a los esclavos, se iba extendiendo rápidamente : y a lo que parece, debía de introducirse en algunos lugares la costumbre de exigir juramento, no tan sólo de que el esclavo refugiado a la iglesia no sería maltratado en su persona, pero que ni aun se le impondría trabajo extraordinario, ni se le señalaría con ningún distintivo que le diera a conocer. De esta costumbre, procedente sin duda del celo por el bien de la humanidad, pero que quizás hubiera traído inconvenientes aflojando con demasiada prontitud los lazos de la obediencia, y dando lugar a excesos de parte de los esclavos, encuéntranse los indicios en una disposición del concilio de Epaona (hoy según algunos Abbón) celebrado por los años de 517, en que se procura atajar el mal, prescribiendo una prudente moderación, sin levantar por eso la mano de la protección comenzada.
En el canon 39 ordena, que si un esclavo reo de algún delito atroz se retrae a la iglesia, sólo se le libre de las penas corporales; sin obligar al dueño a prestar juramento de que no le impondrá trabajo extraordinario, o que no le cortará el pelo para que sea conocido. Y nótese bien, que si se pone esa limitación es cuando el esclavo haya cometido un delito atroz, y que en tal caso la facultad que se le deja al amo, es la de imponerle trabajo extraordinario, o de distinguirle cortándole el pelo.
149 Quizás no faltará quien tizne de excesiva semejante indulgencia, pero es menester advertir que cuando los abusos son grandes y arraigados, el empuje para arrancarlos ha de ser fuerte; y que a veces, si bien parece a primera vista que se traspasan los límites de la prudencia, este exceso aparente no es más que aquella oscilación indispensable que sufren las cosas, antes de alcanzar su verdadero aplomo. Aquí no trataba la Iglesia de proteger el crimen, no reclamaba indulgencia para el que no la mereciese; lo que se proponía era poner coto a la violencia y al capricho de los amos; no quería consentir que un hombre sufriese los tormentos y la muerte, porque tal fuese la voluntad de otro hombre. El establecimiento de leyes justas, y la legítima acción de los tribunales, son causas a que jamás se ha opuesto la Iglesia; pero la violencia de los particulares no ha podido consentirla nunca.
De este espíritu de oposición al ejercicio de la fuerza privada, espíritu que entraña nada menos que la organización social, encontramos una muestra muy a propósito en el canon 15 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666. Sabido es, y lo llevo ya indicado, que los esclavos eran una parte principal de la propiedad, y que estando arreglada la distribución del trabajo conforme a esta base, no le era posible prescindir de tener esclavos a quien tuviese propiedades, sobre todo si eran algo considerables.
La Iglesia se hallaba en este caso; y como no estaba en su mano el cambiar de golpe la organización social, tuvo que acomodarse a esta necesidad, y tenerlos también. Si con respecto a éstos quería introducir mejoras, bueno era que empezase ella misma a dar el ejemplo; y este ejemplo se halla en el canon del concilio que acabo de citar. En él, después de haber prohibido a los obispos y a los sacerdotes el maltratar a los sirvientes de la iglesia mutilándolos, dispone el concilio que si cometen algún delito se los entregue a los jueces seglares, pero de manera que los obispos moderen la pena a que sean condenados. Es digno de notarse que, según se deduce de este canon, estaba todavía en uso el derecho de mutilación, hecha por el dueño particular; y que quizás se conservaza aún muy arraigado, cuando vemos que el concilio se limita a prohibir esta pena a los eclesiásticos, y nada dice con respecto a los legos.
En esta prohibición influía sin duda la mira de que derramando sangre humana, no se hicieran incapaces los eclesiásticos de ejercer aquel elevado ministerio, cuyo acto principal es el augusto sacrificio en que se ofrece una víctima de paz y de amor; pero esto nada quita de su mérito, ni disminuye su influencia en la mejora de la suerte de los esclavos : siempre era reemplazar la vindicta particular con la vindicta pública; era una nueva proclamación de la igualdad de los esclavos con los libres cuando se trataba de efusión de sangre; era declarar que las manos que derramasen la de un esclavo quedaban con la misma mancha que si hubiesen vertido la de un hombre libre.
150 Y era necesario inculcar de todos modos esas verdades saludables, ya que estaban en tan abierta contradicción con las ideas y costumbres antiguas; era necesario trabajar asiduamente en que desapareciesen las expresiones vergonzosas y crueles, que mantenían privados a la mayor parte de los hombres de la participación de los derechos de la humanidad.
En el canon que acabo de citar hay una circunstancia notable que manifiesta la solicitud de la Iglesia para restituir a los esclavos la dignidad y consideración de que se hallaban privados. El rapamiento de los cabellos era entre los godos una pena muy afrentosa, y que según nos dice Lucas de Tuy, casi les era más sensible que la muerte. Ya se deja entender que cualquiera que fuese la preocupación sobre este punto, podía la Iglesia permitir el rapamiento, sin incurrir en la nota que consigo lleva el derramamiento de sangre, pero sin embargo no quiso hacerlo; y esto indica que procuraba borrar las marcas de humillación, estampadas en la frente del esclavo. Después de haber prevenido a los sacerdotes y obispos, que entreguen al juez a los que sean culpables, dispone que “no toleren que se los rape con ignominia”.
Ningún cuidado estaba de más en esta materia; era necesario acechar todas las ocasiones favorables, procurando que anduviesen desapareciendo las odiosas excepciones que afligían a los esclavos. Esta necesidad se manifiesta bien a las claras en el modo de expresarse el concilio decimoprimero de Toledo, celebrado en el año 675. En su canon 6 prohíbe a los obispos el juzgar por sí los delitos dignos de muerte, y el mandar la mutilación de los miembros; pero véase cómo juzgó necesario advertir que no consentía excepción, añadiendo “ni aun contra los siervos de su iglesia”.
El mal era grave, y no podía ser curado sino con solicitud muy asidua; por manera que aun limitándonos al derecho más cruel de todos, cual es el de vida y muerte, vemos que cuesta largo trabajo el extirparle. A principios del siglo VI no faltaban ejemplos de tamaño exceso, pues que el concilio de Epaona en su canon 34 dispone “que sea privado por dos años de la comunión de la Iglesia el amo que por su propia autoridad haga quitar la vida a su esclavo”. Había promediado ya el siglo IX, y todavía nos encontramos con atentados semejantes: atentados que procuraba reprimir el concilio de Wormes, celebrado en el año 868, sujetando a dos años de penitencia al amo que con su autoridad privada hubiese dado muerte a su esclavo.


La Iglesia defiende con celo la libertad de los manumitidos. Manumisión en las iglesias. Saludables efectos de esta practica. Redención de cautivos. Celo de la Iglesia en practicar y promover esta obra. Preocupación de los romanos sobre este punto. Influencia que tuvo en la abolición de la esclavitud el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos. La Iglesia protege la libertad de los ingenuos.
MIENTRAS se suavizaba el trato de los esclavos, y se los aproximaba en cuanto era posible a los hombres libres, era necesario no descuidar la obra de la emancipación universal: pues que no bastaba mejorar ese estado, sino que además convenía abolirle.
La sola fuerza de las doctrinas cristianas, y el espíritu de caridad que al par con ellas se iba difundiendo por toda la tierra atacaban tan vivamente la esclavitud, que tarde o temprano debían llevar a cabo su completa abolición; porque es imposible que la sociedad permanezca por largo tiempo en un orden de cosas, que esté en oposición con las ideas de que está imbuida.
Según las doctrinas cristianas, todos los hombres tienen un mismo origen y un mismo destino, todos son hermanos en Jesucristo, todos están obligados a amarse de todo corazón, a socorrerse en las necesidades, a no ofenderse ni siquiera de palabra; todos son iguales ante Dios, pues que serán juzgados sin acepción de personas; el Cristianismo se iba extendiendo, arraigando por todas partes, apoderándose de todas las clases, de todos los ramos de la sociedad : ¿cómo era posible, pues, que continuase la esclavitud, ese estado degradante en que el hombre es propiedad de otro, en que es vendido como un bruto, en que se le priva de los dulcísimos lazos de familia, en que no participa de ninguna de las ventajas de la sociedad? Cosas tan contrapuestas ¿podían vivir juntas?
Las leyes estaban en favor de la esclavitud, es verdad, y aun puede añadirse más, y es que el Cristianismo no desplegó un ataque directo contra esas leyes; pero en cambio ¿qué hizo?
152 Procuró apoderarse de las ideas y costumbres, les comunicó un nuevo impulso, les dió una dirección diferente, y en tal caso ¿qué pueden las leyes?
Se afloja su rigor, se descuida su observancia, se empieza a sospechar de su equidad, se disputa sobre su conveniencia, se notan sus malos efectos, van caducando poco a poco, de manera que a veces ni es necesario darles un golpe para destruirlas : se las arrumba por inútiles, o si merecen la pena de una abolición expresa, es por mera ceremonia, son como un cadáver que se entierra con honor.
Mas no se infiera de lo que acabo de decir que, por tanta importancia a las ideas y costumbres cristianas, pretenda que se abandonó el buen éxito a esa sola fuerza, sin que al propio tiempo cuidara la Iglesia de tomar las medidas conducentes demandadas por los tiempos y circunstancias, nada de eso, antes, como llevo indicado ya, la Iglesia echó mano de varios medios, los más a propósito para surtir el efecto deseado.
Si se quería asegurar la obra de la emancipación, era muy conveniente en primer lugar poner a cubierto de todo ataque la libertad de las manumitidos; libertad que desgraciadamente no dejaba de verse combatida con frecuencia, y de correr graves peligros. De este triste fenómeno no es difícil encontrar las causas en los restos de las ideas y costumbres antiguas, en la codicia de los poderosos, en el sistema de violencia generalizado con la irrupción de los bárbaros, y en la pobreza, desvalimiento y completa falta de educación y moralidad, en que debían de encontrarse los infelices que iban saliendo de la esclavitud; porque es de suponer que muchos no conocerían todo el valor de la libertad, que no siempre se portarían en el nuevo estado conforme dicta la razón y exige la justicia, y que entrando de nuevo en la posesión de los derechos de hombre libre, no sabrían cumplir con sus nuevas obligaciones.
Pero todos estos inconvenientes, inseparables de la naturaleza de las cosas, no debían impedir la consumación de una obra reclamada por la religión y la humanidad; era necesario resignarse a sufrirlos, considerando que en la parte de culpa que caber pudiera a los manumitidos, había muchos motivos de excusa, a causa de que el estado de que acababan de salir embargaba el desarrollo de las facultades intelectuales y morales.
Se ponía a cubierto de los ataques de la injusticia, y quedaba en cierto modo, revestida de una inviolabilidad sagrada la libertad de los nuevos emancipados, si emancipación se enlazaba con aquellos objetos que a la sazón ejercían más poderoso ascendiente. Hallábase en este caso la Iglesia, y cuanto era de su pertenencia; y por lo mismo fue sin duda muy conducente que se introdujese la costumbre de manumitir en los templos.
153 Este acto, al paso que reemplazaba los usos antiguos, y los hacía olvidar, venía a ser como una declaración tácita de lo muy agradable que era a Dios la libertad de los hombres; una proclamación práctica de igualdad ante Dios, ya que allí mismo se ejecutaba la manumisión, donde se leía con frecuencia que delante de Dios no hay acepción de personas, en el mismo lugar donde desaparecían todas las distinciones mundanas, donde quedaban confundidos todos los hombres, unidos con suaves lazos de fraternidad y de amor.
Verificada de este modo la manumisión, la Iglesia tenía un derecho más expedito para defender la libertad del manumitido; pues que habiendo sido ella testigo del acto, podía dar fe de su espontaneidad y demás circunstancias para asegurar la validez, y aun podía también reclamar su observancia, apoyándose en que faltar a ella era en cierto modo una profanación del lugar sagrado, era no cumplir lo prometido delante del mismo Dios.
No se olvidaba la Iglesia de aprovechar en favor de los manumitidos semejantes circunstancias; y así vemos que el primer concilio de Orange, celebrado en 441, dispone en su canon 7, que es menester reprimir con censuras eclesiásticas a los que quieren someter a algún género de servidumbre a los esclavos a quienes se haya dado libertad en la iglesia, y un siglo después encontramos repetida la misma prohibición en el canon 7 del 54 concilio de Orleáns, celebrado en el año 549.
La protección dispensada por la Iglesia a los esclavos manumitidos era tan manifiesta y conocida de todos, que se introdujo la costumbre de recomendárselos particularmente. Hacíase esta recomendación a veces en testamento, como nos lo indica el concilio de Orange poco ha citado; ordenando que por medio de las censuras eclesiásticas se impida que no sean sometidos a género alguno de servidumbre los esclavos manumitidos, recomendados en testamento a la Iglesia.
No siempre se hacía por testamento esa recomendación, según se infiere del canon 6 del concilio de Toledo, celebrado en 589, donde se dispone que cuando sean recomendados a la Iglesia algunos manumitidos, no se los prive ni a ellos ni a sus hijos de la protección de la misma.
Aquí se habla en general, sin limitarse al caso de mediar testamento. Lo mismo puede verse en otro concilio de Toledo, celebrado en el año 633, donde se dice que la Iglesia recibirá únicamente bajo su protección a los libertos de los particulares que se los hayan recomendado.
Aun cuando la manumisión no se hubiese hecho en el templo, ni hubiese mediado recomendación particular, no obstante la Iglesia no dejaba de tomar parte en la defensa de los manumitidos, en viendo que peligraba su libertad.
154 Quien estime en algo la dignidad del hombre, quien abrigue en su pecho algún sentimiento de humanidad, seguramente no llevará a mal que la Iglesia se entrometiese en esa clase de negocios, aunque no consideráramos otros títulos que los que da al hombre generoso la protección del desvalido; no le desagradará el encontrar mandado en el canon 29 del concilio de Agde en Languedoc, celebrado en 506, que la Iglesia, en caso necesario, tome la defensa de aquéllos a quienes sus amos han dado legítimamente libertad.
En la grande obra de abolición de la esclavitud, ha tenido no escasa parte el celo que en todos tiempos y lugares ha desplegado la Iglesia por la redención de los cautivos. Sabido es, que una porción considerable de esclavos debía esta suerte a los reveses de la guerra. A los antiguos les hubiera parecido fabulosa la índole suave de las guerras modernas: ¡ay de los vencidos! podíase exclamar con toda verdad; no había medio entre la muerte y la esclavitud.
Se agravaba el mal con una preocupación funesta que se había introducido contra la redención de los cautivos; preocupación que tenía su apoyo en un rasgo de asombroso heroísmo. Admirable es sin duda la heroica fortaleza de Régulo, erízanse los cabellos al leer las valientes pinceladas con que le retrata Horacio (L. 3. od. 5); y el libro se cae de las manos al llegar al terrible lance en que:

Fertur pudice conjugis osculum
Parvosque natos, ut capitis minor,
A se removisse, et virilem
Torvus humi posuisse vultum.

Pero sobreponiéndonos a la profunda impresión que nos causa tanto heroísmo, y al entusiasmo que excita en nuestro pecho todo cuanto revela una grande alma, no podremos menos de confesar que aquella virtud rayaba en feroz; y que en el terrible discurso que sale de los labios de Régulo hay una política cruel contra la que se levantarían vigorosamente los sentimientos de humanidad, si no estuviera embargada y como aterrada nuestra alma, a la vista del sublime desprendimiento del hombre que habla.
El Cristianismo no podía avenirse con semejantes doctrinas: no quiso que se sostuviese la máxima de que para hacer a los hombres valientes en la guerra, era necesario dejarlos sin esperanza; y los admirables rasgos de valor, las asombrosas escenas de inalterable fortaleza y constancia, que esmaltan por doquiera las páginas de la historia de las naciones modernas, son un elocuente testimonio del acierto de la religión cristiana, al proclamar que la suavidad de costumbres no estaba reñida con el heroísmo.
155 Los antiguos rayaban siempre en uno de dos extremos: la molicie o la ferocidad; entre estos extremos hay un medio, y este medio lo ha enseñado a los hombres la religión cristiana.
Consecuente, pues, el Cristianismo en sus principios de fraternidad y de amor, tuvo por uno de los objetos mas dignos de su caritativo celo el rescate de los cautivos; y ora miremos los hermosos rasgos de acciones particulares que nos ha conservado la historia, ora atendamos al espíritu que ha dirigido la conducta de la Iglesia, encontraremos un nuevo y bellísimo título para granjear a la religión cristiana la gratitud de la humanidad.
Un célebre escritor moderno, Chateaubriand, nos ha presentado en los bosques de los francos a un sacerdote cristiano esclavo voluntario, por haberse entregado él mismo a la esclavitud, en rescate de un soldado cristiano que gemía en el cautiverio, y que había dejado a su esposa en el desconsuelo, y a tres hijos en la orfandad y en la pobreza.
El sublime espectáculo que nos ofrece Zacarías, sufriendo con serena calma la esclavitud por el amor de Jesucristo y de aquel infeliz a quien había libertado, no es una mera ficción del poeta; en los primeros siglos de la Iglesia viéronse en abundancia semejantes ejemplos, y el que haya llorado al ver el heroico desprendimiento y la inefable caridad de Zacarías, puede estar seguro que con sus lágrimas ha pagado un tributo a la verdad. “A muchos de los nuestros hemos conocido, dice el Papa San Clemente, que se entregaron ellos mismos al cautiverio para rescatar a otros”. (Carta 1 a los Corin. c. S5.).
Era la redención de los cautivos un objeto tan privilegiado, que estaba prevenido por antiquísimos cánones, que si esta atención lo exigía, se vendiesen las alhajas de las iglesias, hasta sus vasos sagrados en tratándose de los infelices cautivos, no tenía límites la caridad, el celo saltaba todas las barreras, hasta llegar, al caso de mandarse que por mal parados que se hallasen los negocios de una iglesia, primero que a su reparación, debía atenderse a la redención de los cautivos. (Caus. 12. Q. 2.).
Al través de los trastornos que consigo trajo la irrupción de los bárbaros, vemos que la Iglesia, siempre constante en su propósito, no desmiente la generosa conducta con que había principiado. No cayeron en olvido ni en desuso las disposiciones benéficas de los antiguos cánones, y las generosas palabras del santo obispo de Milán en favor de los cautivos encontraron un eco que nunca se interrumpió, a pesar del caos de los tiempos. (V. S. Ambros. de Of f. 1. 2, c. 15) .
156 Por el canon 5 del concilio de Macón, celebrado en 585, vemos que los sacerdotes se ocupaban en el rescate de los cautivos, empleando para ello los bienes eclesiásticos; el de Reims, celebrado en el año 625, impone la pena de suspensión de sus funciones al obispo que deshaga los vasos sagrados; añadiendo empero generosamente: “por cualquier otro motivo que no sea el de redimir cautivos”; y, mucho tiempo después hallamos en el canon 12 del de Verneuil, celebrado en el año 844, que los bienes de la Iglesia servían para la redención de cautivos.
Restituido a la libertad el cautivo, no le dejaba sin protección la Iglesia, antes se la continuaba con solicitud, librándole cartas de recomendación; seguramente con el doble objeto de guardarle de nuevas tropelías en su viaje y de que no le faltasen los medios para repararse de los quebrantos sufridos en el cautiverio. De este nuevo género de protección tenemos un testimonio en el canon 2 del concilio de Lyón, celebrado en el año 583, donde se dispone que los obispos deben poner en las cartas de recomendación que dan a los cautivos, la fecha, y, el precio del rescate.
De tal manera se desplegó en la Iglesia el celo por la redención de los cautivos, que hasta se llegaron a cometer imprudencias, que la autoridad eclesiástica se vio en la necesidad de reprimirlas. Pero estos mismos excesos nos indican hasta qué punto llegaba el celo, pues que por su impaciencia caía en extravíos. Sabemos por un concilio celebrado en Irlanda, llamado de San Patricio, que tuvo lugar por los años de 451 ó 456, que algunos clérigos se ocupaban en procurar la libertad de los cautivos haciéndolos huir; exceso que reprime con mucha prudencia el concilio en su canon 32, disponiendo que el eclesiástico que quiera redimir cautivos, lo haga con su dinero, pues que el robarlos para hacerlos huir, daba ocasión a que los clérigos fuesen mirados como ladrones, y redundaba en deshonra de la Iglesia.
Documento notable, que si bien nos manifiesta el espíritu de orden y de equidad que dirige a la Iglesia, no deja al propio tiempo de indicarnos cuán profundamente estaba grabado en los ánimos, lo santo, lo meritorio, lo generoso que era el dar libertad a los cautivos, pues que algunos llegaban al exceso de persuadirse de que la bondad de la obra autorizaba la violencia.
Es también muy loable el desprendimiento cíe la Iglesia en este punto : una vez invertidos sus bienes en la redención de un cautivo, no quería que se la recompensase en nada, aun cuando alcanzasen a hacerlo las facultades 'del redimido.
157 De esto tenemos un claro testimonio en las cartas del Papa San Gregorio, donde vemos que estando recelosas algunas personas libradas del cautiverio con la plata de la Iglesia, de si con el tiempo podría venir caso en que se les pidiera la cantidad expendida, les asegura el Papa que no, y manda que nadie se atreva a molestarlos ni a ellos ni a sus herederos, en ningún tiempo, atendido que los sagrados cánones permiten invertir los bienes eclesiásticos en la redención de los cautivos (L. 7. ep. 14.).
Este celo de la Iglesia por tan santa obra debió de contribuir sobremanera a disminuir el número de los esclavos; y fue mucho más saludable su influencia por haberse desplegado cabalmente en las épocas de más necesidad: es decir, cuando por la disolución del imperio romano, por la irrupción de los bárbaros, por la fluctuación de los pueblos que fue el estado de Europa durante muchos siglos, y por la ferocidad de las naciones invasoras, eran tan frecuentes las guerras, y tan repetidos los trastornos, y tan familiar se había hecho por doquiera el reinado cíe la fuerza.
A no haber mediado la acción benéfica y libertadora del Cristianismo, lejos de disminuirse el inmenso número de los esclavos legado por la sociedad vieja a la sociedad nueva, se habría acrecentado más y más; porque dondequiera que prevalece el derecho brutal de la fuerza, si no le sale al paso para contenerla y suavizarla algún poderoso elemento, el humano linaje camina rápidamente al envilecimiento, resultando por necesidad el que la esclavitud gane terreno.
Ese lamentable estado de fluctuación y de violencia, era de suyo muy a propósito para inutilizar los esfuerzos que hacía la Iglesia en la abolición de la esclavitud; y no le costaba escaso trabajo el impedir que se malograse por una parte lo que ella procuraba remediar por otra. La falta de un poder central, la complicación de las relaciones sociales, pocas bien deslindadas, muchas violentas, y todas sin prenda de estabilidad, hacía que estuviesen mal seguras las propiedades y las personas, y que así como eran invadidas aquéllas, fueran éstas privadas de su libertad. Por manera que era menester evitar que no hiciese ahora la violencia de los particulares, lo que antes hacían las costumbres y la legislación.
Así vemos que en el canon 3 del concilio de Lyón, celebrado por los años de 566, se excomulga a los que retienen injustamente en la esclavitud a personas libres; en el canon 17 del de Reims, celebrado en el año 625, se prohíbe bajo pena de excomunión el perseguir a personas libres para reducirlas a esclavitud; en el canon 27 del de Londres, celebrado en el año 1012, se prohíbe la bárbara costumbre de hacer comercio de hombres cual si fueran brutos animales; y en el capítulo 7 del concilio de Coblenza, celebrado en el año 922, se declara reo de homicidio al que seduce a un cristiano para venderlo.
158 Declaración notable, en que la libertad es tenida en tanto precio, que se la equipara con la vida.
Otro de los medios de que se valió la Iglesia para ir aboliendo la esclavitud, fue el dejar a los infelices que por su pobreza hubiesen caído en ese estado, camino abierto para salir de él. Ya he notado más arriba, que la indigencia era una de las fuentes de la esclavitud; y hemos visto el pasaje de Julio César, en que nos dice cuán general era esto entre los galos. Sabido es también que por el derecho antiguo, el que había caído en la esclavitud, no podía recuperar su libertad sino conforme a la voluntad de su amo; pues que siendo el esclavo una verdadera propiedad, nadie podía disponer de ella sin consentimiento del dueño, y mucho menos el mismo esclavo.
Este derecho era muy corriente supuestas las doctrinas paganas, pero el Cristianismo miraba la cosa con otros ojos; y si el esclavo era una propiedad, no dejaba por esto de ser hombre. Así fue que la Iglesia no quiso seguir en este punto las estrictas reglas de las otras propiedades; y en mediando alguna duda, o en ofreciéndose alguna oportunidad, siempre se ponía de parte del esclavo.
Previas estas consideraciones, se comprenderá todo el mérito de un nuevo derecho que introdujo la Iglesia, cual es que las personas libres que hubiesen sido vendidas o empeñadas por necesidad, tornasen a su estado primitivo, en devolviendo el precio que hubiesen recibido.
Este derecho que se halla expresamente consignado en un concilio de Francia, celebrado por los años de 616, según se cree, en Boneuil, abrió anchurosa puerta para recobrar la libertad: pues que a más de dejar en el corazón del esclavo la esperanza, con la que podía discurrir y practicar en medios para obtener el rescate, hacía la libertad dependiente de la voluntad de cualquiera, que compadecido de la suerte de un desgraciado, quisiese pagar o adelantar la cantidad necesaria. Recuérdese ahora lo que se ha notado sobre el ardiente celo despertado en tantos corazones para esa clase de obras, y que los bienes de la Iglesia se daban por muy bien empleados siempre que podían acudir al socorro de un infeliz, y se verá la influencia incalculable que había de tener la disposición que se acaba de mentar; se verá que esto equivalía a cegar uno de los más abundante manantiales de la esclavitud, y abrir a la libertad un anchuroso camino.


Sistema seguido por la Iglesia con respecto a los esclavos de los judíos. Motivos que impulsaban a la Iglesia a la manumisión de sus esclavos. Su indulgencia en este punto. Su generosidad para con sus libertos. Los esclavos de la Iglesia eran considerados como consagrados a Dios. Saludables efectos de esta consideración. Se concede libertad a los esclavos que querían abrazar la vida monástica. Efectos de esta práctica. Conducta de la Iglesia en la ordenación de los esclavos. Represión de abusos que en esta parte se introdujeron. Disciplina de la Iglesia de España sobre este particular.

NO dejó también de contribuir a la abolición de la esclavitud la conducta de la Iglesia con respecto a los judíos. Ese pueblo singular, que lleva en su frente la marca de un proscrito, que anda disperso entre todas las naciones, sin confundirse con ellas, como nadan enteras en un líquido las porciones de una materia insoluble, procura mitigar su infortunio acumulando tesoros, y parece que se venga del desdeñoso aislamiento en que le dejan los otros pueblos, chupándoles la sangré con crecidas usuras.
En tiempos de grandes trastornos y calamidades que por necesidad debían de acarrear la miseria, podía campear a sus anchuras el detestable vicio de una codicia desapiadada; y recientes como eran la dureza y crueldad de las antiguas leyes y costumbres sobre la suerte de los deudores, no estimado aún en su justa medida todo el valor de la libertad, no faltando ejemplos de algunos que la vendían para salir de un apuro, era urgente evitar el riesgo y no consentir que tornase sobrado incremento el poderío de las riquezas de los judíos en perjuicio de la libertad de los cristianos.
Que no era imaginario el peligro, demuéstralo el mal nombre que desde muy antiguo llevan los judíos en la materia; y lo confirman los hechos que todavía se están presenciando en nuestros tiempos. El célebre Herder, en su Adrastea, se atreve a pronosticar que los hijos de Israel llegarán con el tiempo, a fuerza de su conducta sistemática y calculada, a reducir a los cristianos a no ser más que esclavos suyos : si pues en circunstancias infinitamente menos favorables a los judíos, cabe que hombres distinguidos abriguen semejantes temores, ¿qué no debía recelarse de la codicia inexorable de los judíos en los desgraciados tiempos a que nos referimos?
160 Por estas consideraciones, un observador imparcial, un observador que no esté dominado del miserable prurito de salir abogando por una secta cualquiera, con tal que pueda tener la complacencia de inculpar a la Iglesia católica, aun cuando sea en contra de los intereses de la humanidad, un observador que no pertenezca a la clase de aquéllos que no se alarmarían tanto de una irrupción de cafres como de una disposición en que la potestad eclesiástica parezca extender algún tanto el círculo de sus atribuciones, un observador que no sea tan rencoroso, tan pequeño, tan miserable, verá, no con escándalo, sino con mucho gusto, que la Iglesia seguía con prudente vigilancia los pasos de los judíos, aprovechando las ocasiones que se ofrecían, para favorecer a los esclavos cristianos, y llegando al fin a madurar el negocio hasta prohibirles el tenerlos.
El tercer concilio de Orleáns, celebrado en el año 538, en su canon 13, prohíbe a los judíos el obligar a los esclavos cristianos a cosas opuestas a la religión de Jesucristo. Esta disposición que aseguraba al esclavo la libertad en el santuario de su conciencia, le hacía respetable a los ojos de su propio dueño, y era una proclamación solemne de la dignidad del hombre, en que se declaraba que la esclavitud no podía extender sus dominios a la sagrada región del espíritu.
Esto sin embargo no bastaba, sino que era conveniente facilitar a los esclavos de los judíos el recobro de la libertad. Sólo habían pasado tres años cuando se celebró el 49 concilio en Orleáns, y es notable lo que se adelantó en éste con respecto al anterior : pues que en su canon 30 permite rescatar a los esclavos cristianos, que huyan a la Iglesia, con tal que se pague a los dueños judíos el precio correspondiente. Si bien se mira, una disposición semejante debía producir abundantes resultados en favor de la libertad, dando asa a los esclavos cristianos para que huyesen a la Iglesia, e implorando desde allí la caridad de sus hermanos, lograsen más fácilmente que se les socorriera con el precio del rescate.
El mismo concilio en su canon 31 dispone que el judío que pervierta a un esclavo cristiano sea condenado a perder todos sus esclavos. Nueva sanción a la seguridad de la conciencia del esclavo, nuevo camino abierto por donde pudiera entrar la libertad.
Iba la Iglesia avanzando con aquella unidad de plan, con aquella constancia admirable que han reconocido en ella sus mismos enemigos; y en el breve espacio que media entre la época indicada y el último tercio del mismo siglo, se deja notar el adelanto, pues se encuentra en las disposiciones canónicas mayor empresa, y si podemos expresarnos así, mayor osadía. En el concilio de macón, celebrado en el año 581 o 582, en su canon 16 llega a prohibir expresamente a los judíos el tener esclavos cristianos : y a los existentes permite rescatarlos pagando 12 sueldos.
161 La misma prohibición encontramos en el canon 14 del concilio de Toledo, celebrado en el año 589; por manera que en esta época manifestaba la Iglesia sin rebozo cuál era su voluntad : no quería absolutamente que un cristiano fuese esclavo de un judío.
Constante en su propósito atajaba el mal por todos los medios posibles, limitando si era menester la facultad de vender los esclavos, en ocurriendo peligro de que pudieran caer en manos de los judíos. Así vemos que en el canon 9 del concilio de Chalóns, celebrado en el 650, se prohíbe vender esclavos cristianos fuera del reino de Clodoveo, con la mira de que no caigan en poder de los judíos.
No todos comprendían el espíritu de la Iglesia en este punto, ni secundaban debidamente sus miras, pero ella no se cansaba de repetirlas y de inculcarlas.
A mediados del siglo VII se nota que en España no faltaban seglares y aun clérigos, que vendieran sus esclavos cristianos a los judíos; pero acude desde luego a reprimir este abuso el concilio 10 de Toledo, tenido en el año 656, prohibiendo en su canon 7 que los cristianos, y principalmente los clérigos, vendan sus esclavos a judíos; “porque, añade bellamente el concilio, no se puede ignorar que estos esclavos fueron redimidos con la sangre de Jesucristo, por cuyo motivo antes se los debe comprar que venderlos”.
Esa inefable dignación de un Dios hecho hombre, vertiendo la sangre por la redención de todos los hombres, era el más poderoso motivo que inducía a la Iglesia a interesarse con tanto celo en la manumisión de los esclavos; y en efecto no se necesitaba más para concebir aversión a desigualdad tan afrentosa, que pensar cómo aquellos mismos hombres, abatidos hasta el nivel de los brutos, habían sido objeto de las miradas bondadosas del Altísimo, lo mismo que sus dueños, lo mismo que los monarcas más poderosos de la tierra.
“Ya que nuestro Redentor, decía el Papa San Gregorio, y Creador de todas las cosas, se dignó propicio tomar carne humana, para que roto con la gracia de su divinidad el vínculo de la servidumbre que nos tenía en cautiverio, nos restituyese a la libertad primitiva, es obra saludable el restituir por la manumisión su nativa libertad a los hombres, pues que en su principio a todos los crió libres la naturaleza, y sólo fueron sometidos al yugo de la servidumbre por el derecho de gentes”. (L. 5. ep. 12).
Siempre juzgó la Iglesia muy necesario el limitar todo lo posible la enajenación de sus bienes; y puede asegurarse que en general fue regla de su conducta en esta materia, confiar poco en la discreción de ninguno de los ministros, tomados en particular.
162 Obrando de esta manera se proponía evitar las dilapidaciones, que de otra suerte hubieran sido frecuentes, estando esos bienes desparramados por todas partes, y encontrándose a cargo de ministros escogidos de todas las clases del pueblo, y expuestos a la diversidad de influencias que consigo llevan las relaciones de parentesco, de amistad, y mil y mil otras circunstancias, efecto de la variedad de índole, de conocimientos, de prudencia, y aun de tiempos, climas y lugares: por esto se mostró recelosa la Iglesia en punto a conceder la facultad de enajenar; y si venía al caso, sabía desplegar saludable rigor contra los ministros que olvidasen sus deberes, dilapidando los bienes que tenían encomendados.
A pesar de todo esto, ya hemos visto que no reparaba en semejantes consideraciones cuando se trataba de la redención de cautivos, y se puede también manifestar que en lo tocante a la propiedad que consistía en esclavos, miraba la cosa con otros ojos, y trocaba su rigor en indulgencia.
Bastaba que los esclavos hubiesen servido bien a la Iglesia para que los obispos pudiesen concederles la libertad, donándoles también alguna cosa para su manutención. Este juicio sobre el mérito de los esclavos se encomendaba, según parece, a la discreción del obispo; y ya se ve que semejante disposición abría ancha puerta a la caridad de los prelados, así como por otra parte estimulaba a los esclavos a observar un comportamiento que les mereciese tan precioso galardón.
Como podía ocurrir que el obispo sucesor levantando dudas sobre la suficiencia de los motivos que habían inducido al antecesor a dar libertad a un esclavo, quisiese disputársela, estaba mandado que los obispos respetasen en esta parte las disposiciones de sus antecesores; no tan sólo dejando en libertad a los manumitidos, sino también no quitándoles lo que el obispo les hubiera señalado, fuese en tierras, viñas, o habitación.
Así lo encontramos ordenado en el canon 7 del concilio de Agde, en Languedoc, celebrado en el año 506. Ni obsta el que en otros lugares se prohíba la manumisión, pues que en ellos se habla en general, y no concretándose al caso en que los esclavos fuesen beneméritos.
Las enajenaciones o empeños de los bienes eclesiásticos hechos por un obispo que no dejase nada al morir, debían revocarse; y ya se echa de ver que la misma disposición está indicando que se trata de aquellos casos en que el obispo hubiese obrado con infracción de los cánones; mas, a pesar de esto, si sucedía que el obispo hubiese dado libertad a algunos esclavos, encontramos que se contemplaba el rigor, previniéndose que los manumitidos continuasen gozando de su libertad
163 Así lo ordenó el concilio de Orleáns, celebrado en el año 541, en su canon 9; dejando tan sólo a los manumitidos el cargo de prestar sus servicios a la Iglesia : servicios que, como es claro, no serían otros que los de los libertos y que por otra parte eran también recompensados con la protección que a los de esta clase dispensaba la Iglesia.
Como un nuevo indicio de la indulgencia en punto a los esclavos, puede también citarse el canon 10 del concilio del Celchite (Celychytense) en Inglaterra, celebrado en el año 816, canon de que nada menos resultaba, sino quedar libres en pocos años todos los siervos ingleses de las iglesias, en los países donde se observase; pues que disponía que a la muerte de un obispo se diese libertad a todos sus siervos ingleses, añadiendo que cada uno de los demás obispos y abades debía manumitir tres siervos, dándoles a cada uno tres sueldos.
Semejantes disposiciones iban allanando el camino para adelantar más y más lo comenzado, preparando las cosas y los ánimos de manera que pasando algún tiempo pudieran presenciarse escenas tan generosas como la del concilio de Armach en 1171, en que se dió libertad a todos los ingleses que se hallaban esclavos en Irlanda.
Estas condiciones ventajosas de que disfrutaban los esclavos de la Iglesia eran de mucho más valor, a causa de una disciplina que se había introducido, que se las hacía inadmisibles. Si los esclavos de la Iglesia hubieran podido pasar a manos de otros dueños, venido este caso, se habrían hallado sin derecho a los beneficios que recibían los que continuaban bajo su poder; pero felizmente estaba prohibido el permutar esos esclavos por otros; y si salían del poder de la Iglesia, era quedando en libertad. De esta disciplina tenemos un expreso testimonio en las Decretales de Gregorio IX (1. 3. t. 19. c. 3 y 4)y es notable que en el documento que allí se cita, son tenidos los esclavos de la Iglesia, como consagrados a Dios, fundándose en esto la disposición de que no puedan pasar a otras manos, y que no salgan de la Iglesia, a no ser para la libertad.
Se ve también allí mismo, que los fieles, en remedio de su alma, solían ofrecer los esclavos a Dios y a sus santos; y pasando así al poder de la Iglesia quedaban fuera del comercio común, sin que pudiesen volver a servidumbre profana. El saludable efecto que debían producir esas ideas y costumbres, no es menester ponderarlo: basta observar que el espíritu de la época era altamente religioso, y que todo cuanto se asía del áncora de la religión estaba seguro de salir a puerto.
164 La fuerza de las ideas religiosas que se andaban desenvolviendo cada día, dirigiendo su acción a todos los ramos, se enderezaba muy particularmente a sustraer por todos los medios posibles al hombre del yugo de la esclavitud. A este propósito es muy digno de notarse una disposición canónica del tiempo de San Gregorio el Grande.
En un concilio de Roma, celebrado en el año 597, y presidido por este Papa, se abrió a los esclavos una nueva puerta para salir de su abyecto estado, concediéndoles que recobrasen la libertad aquéllos que quisiesen abrazar la vida monástica. Son dignas de notarse las palabras del santo Papa, pues que en ellas se descubre el ascendiente de los motivos religiosos, y cómo iban prevaleciendo sobre todas las consideraciones e intereses mundanos. Este importante documento se encuentra entre las Epístolas de San Gregorio, y se hallará en las notas al fin de este tomo.
Sería desconocer el espíritu de aquellas épocas el figurarse que semejantes disposiciones quedasen estériles; no era así, sino que causaban los mayores efectos. Puédenos dar de ello una idea, lo que leemos en el Decreto de Graciano (Distin. 54, c. 12) donde se ve que rayaba la cosa en escándalo; pues fue menester reprimir severamente el abuso de los esclavos que huían de sus amos y se iban con pretexto de religión a los monasterios; lo que daba motivo a que se levantasen por todas partes quejas y clamores.
Como quiera, y aun prescindiendo de lo que nos indican esos abusos, no es difícil conjeturar que no dejaría de cogerse abundante fruto, ya por procurarse la libertad de muchos esclavos, ya también porque los realzaría en gran manera a los ojos del mundo, el verlos pasar a un estado, que luego fue tomando creces, y adquiriendo inmenso prestigio y poderosa influencia.
Contribuirá no poco a darnos una idea del profundo cambio que por esos medios se iba obrando en la organización social, el pararnos un momento a considerar lo que acontecía con respecto a la ordenación de los esclavos. La disciplina de la Iglesia sobre este punto era muy consecuente con sus doctrinas. El esclavo era un hombre como los demás, y por esta parte podía ser ordenado lo mismo que el primer magnate; pero mientras estaba sujeto a la potestad de su dueño, carecía de la independencia necesaria a la dignidad del augusto ministerio, y por esta razón se exigía que el esclavo no pudiese ser ordenado, sin ser antes puesto en libertad.
Nada más razonable, más justo ni más prudente que esta limitación en una disciplina, que por otra parte era tan noble y generosa; en esa disciplina, que por sí sola era una protesta elocuente en favor de la dignidad del hombre, una solemne declaración de que por tener la desgracia de estar sufriendo la esclavitud, no quedaba rebajado del nivel de los demás hombres, pues que la Iglesia no tenía a mengua el escoger sus ministros entre los que habían estado sujetos a la servidumbre; disciplina altamente humana y generosa, pues que colocando en esfera tan respetable a los que habían sido esclavos, tendía a disipar las preocupaciones contra los que se hallaban en dicho estado, y labraba relaciones fuertes y fecundas entre los que a él pertenecían y la más acatada clase de los hombres libres.
165 En esta parte llama sobremanera la atención el abuso que se había introducido de ordenar a los esclavos sin consentimiento de sus dueños : abuso muy contrario en verdad a los sagrados cánones, y que fue reprimido con laudable celo por la Iglesia, pero que sin embargo no deja de ser muy, útil al observador para apreciar debidamente el profundo efecto que andaban produciendo las ideas e instituciones religiosas.
Sin pretender disculpar en nada lo que en eso hubiera de culpable, bien se puede hacer también mérito del mismo abuso; pues que los abusos muchas veces no son mas que exageraciones de un buen principio. Las ideas religiosas estaban mal avenidas con la esclavitud; ésta se hallaba sostenida por las leyes, y de aquí esa lucha incesante que se presentaba bajo diferentes formas, pero siempre encaminada al mismo blanco, a la emancipación universal.
Con mucha confianza se puede emplear en la actualidad ese linaje de argumentos, ya que los mas horrendos atentados de las revoluciones los hemos visto excusar con la mayor indulgencia, sólo en gracia de los principios de que estaban imbuidos los revolucionarios, y de los fines que llevaba la revolución que eran el cambiar enteramente la organización social.
Curiosa es la lectura de los documentos que sobre este abuso nos han quedado, que pueden leerse por extenso al fin de este volumen, sacados del Decreto de Graciano (Dist. 54, c. 9, 10, 11, 12). Examinándolos con detenimiento se echa de ver:
que el número de esclavos que por este medio alcanzaban libertad era muy numeroso, pues que las quejas y los clamores que en contra se levantan son generales;
que los obispos estaban por lo común a favor de los esclavos, que llevaban muy lejos su protección, y que procuraban realizar de todos modos las doctrinas de igualdad, pues que se afirma allí mismo, que casi ningún obispo estaba exento de caer en esa reprensible condescendencia;
que los esclavos, conociendo ese espíritu de protección, se apresuraban a deshacerse de las cadenas, y arrojarse en brazos de la Iglesia;
que ese conjunto de circunstancias debía de producir en los ánimos un movimiento muy favorable a la libertad, y que entablada tan afectuosa correspondencia entre los esclavos y la Iglesia, a la sazón tan poderosa e influyente, debió de resultar que la esclavitud se debilitase rápidamente, caminando los pueblos a esa libertad que siglos adelante vemos llevada a complemento.
166 La Iglesia de España, a cuyo influjo civilizador han tributado tantos elogios hombres por cierto poco adictos al Catolicismo, manifestó también en esta parte la altura de sus miras y su consumada prudencia. Siendo tan grande como hemos visto el celo caritativo a favor de los esclavos, y tan decidida la tendencia a elevarlos al sagrado ministerio, era conveniente dejar un desahogo a ese impulso generoso, conciliándole en cuanto era dable, con lo que demandaba la santidad del ministerio. A este doble objeto se encaminaba sin duda la disciplina que se introdujo en España de. permitir la ordenación de los esclavos de la Iglesia, manumitiéndolos antes, como lo dispone el canon 74 del 49 concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y como se deduce también del canon 11 del 9º concilio también de Toledo, celebrado en el año 655, donde se manda que los obispos no puedan introducir en el clero a los siervos de la Iglesia sin haberles dado antes libertad.
Es notable que esta disposición se ensanchó en el canon 18 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666, donde se concede hasta a los curas párrocos, el escoger para sí clérigos entre los siervos de su iglesia, con la obligación empero de mantenerlos según sus rentas.
Con esta disciplina, sin cometer ninguna injusticia, se salvaban todos los inconvenientes que podía traer consigo la ordenación de los esclavos; y además se conseguían muy benéficos resultados por una vía más suave: porque ordenándose siervos de la misma iglesia, era más fácil que se los pudiera escoger con tino, echando mano de aquéllos que más lo merecieran por sus dotes intelectuales y morales; se abría también ancha puerta para que pudiese la Iglesia emancipar sus siervos, haciéndolo por un conducto tan honroso cual era el de inscribirlos en el número de sus ministros; y finalmente se daba a lo lejos un ejemplo muy saludable, pues que si la Iglesia se desprendía tan generosamente de sus esclavos, y era en este punto tan indulgente que sin limitarse a los obispos, extendía la facultad hasta a los curas párrocos, no debía tampoco ser tan doloroso a los seglares el hacer algún sacrificio de sus intereses en pro de la libertad de aquéllos que pareciesen llamados a tan santo ministerio.


Doctrinas de San Agustín sobre la esclavitud. Importancia de esas doctrinas para acarrear su abolición. Se impugna a Guizot. Doctrinas de Santo Tomás sobre la misma materia. Matrimonio de los esclavos. Disposición del derecho canónico sobre ese matrimonio. Doctrina de Santo Tomás sobre este punto. Resumen de los medios empleados por la Iglesia para la abolición de la esclavitud. Impugnase a Guizot. Se manifiesta que la abolición de la esclavitud es debida exclusivamente al Catolicismo. Ninguna parte tuvo en esta grande obra el Protestantismo.

Así ANDABA la Iglesia deshaciendo por mil y mil medios la cadena de la servidumbre, sin salirse empero nunca de los límites señalados por la justicia y la prudencia: así procuraba que desapareciese de entre los cristianos ese estado degradante que de tal modo repugnaba a sus grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre, a sus generosos sentimientos de fraternidad y de amor.
Dondequiera que se introduzca el Cristianismo, las cadenas de hierro se trocarán en suaves lazos, y los hombres abatidos podrán levantar con nobleza su frente. Agradable es sobremanera el leer lo que pensaba sobre este punto uno de los más grandes hombres del cristianismo: San Agustín. (De Civit. Dei, 1. 19, 14, 15, 16).
Después de haber sentado en pocas palabras la obligación que tiene el que manda, sea padre, marido o señor, de mirar por el bien de aquél a quien manda, encontrando así uno de los cimientos de la obediencia en la misma utilidad del que obedece; después de haber dicho que los justos no mandan por prurito ni soberbia, sino por el deber y deseo de hacer bien a sus súbditos: neque enini dominarsdi cupiditate iniperant, sed of ficio consulendi, nec praecipiendi superbia, sed providendi misericordia; después de haber proscrito con tan nobles doctrinas toda opinión que se encaminara a la tiranía, o que fundase la obediencia en motivos de envilecimiento; como si temiese alguna réplica contra la dignidad del hombre, se enardece de repente su grande alma, aborda de frente la cuestión, la eleva a su altura más encumbrada, y desatando sin rebozo los nobles pensamientos que hervían en su frente, invoca en su favor el orden de la naturaleza y la voluntad del mismo Dios, exclamando: “así lo prescribe el orden natural, así crió Dios al hombre; díjole que dominara a los peces del mar, a las aves del cielo y a los reptiles que se arrastran sobre la tierra. La criatura racional hecha a su semejanza, no quiso que dominase sino a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre al bruto”
168 Este pasaje de San Agustín es uno de aquellos briosos rasgos que se encuentran en los escritores de genio, cuando atormentados por la vista de un objeto angustioso sueltan la rienda a la generosidad de sus ideas y sentimientos, expresándose con osada valentía.
El lector asombrado con la fuerza de la expresión, busca suspenso y sin aliento lo que está escrito en las líneas que siguen, como abrigando un recelo de que el autor no se haya extraviado, seducido por la nobleza de su corazón, y arrastrado por la fuerza de su genio; pero se siente un placer inexplicable cuando se descubre que no se ha apartado del camino de la sana doctrina, sino que únicamente ha salido cual gallardo atleta, a defender la causa de la razón, de la justicia y de la humanidad.
Tal se nos presenta aquí San Agustín: la vista de tantos desgraciados como gemían en la esclavitud, víctimas de la violencia y caprichos de los amos, atormentaba su alma generosa; mirando al hombre a la luz de la razón y de las doctrinas cristianas, no encontraba motivo por que hubiese de vivir en tanto envilecimiento una porción tan considerable del humano linaje; y por esto mientras proclama las doctrinas que acabo de indicar, lucha por encontrar el origen de tamaña ignominia, y no hallándola en la naturaleza del hombre, la busca en el pecado, en la maldición.
Los primeros juntos, dice, fueron más bien constituidos pastores de ganados que no reyes de hombres, dándonos Dios a entender con esto lo que pedía el orden de las criaturas, y lo que exigía la pena del pecado; pues que la condición de la servidumbre fue con razón impuesta al pecador; y por esto no encontramos en las Escrituras la palabra siervo hasta que el justo Noé la arrojó como un castigo sobre su hijo culpable. De lo que se sigue que este nombre vino de la culpa, no de la naturaleza”.
Este modo de mirar la esclavitud como hija del pecado, como un fruto de la maldición de Dios, era de la mayor importancia; pues que dejando salva la dignidad de la naturaleza del hombre, atajaba de raíz todas las preocupaciones de superioridad natural que en su desvanecimiento pudieran atribuirse los libres.
Quedaba también despojada la esclavitud del valor que podía darle el ser mirada como un pensamiento político, o medio de gobierno; pues sólo se debía considerarla como una de tantas plagas arrojadas sobre la humanidad por la cólera del Altísimo. En tal caso los esclavos tenían un motivo de resignación, pero la arbitrariedad de los amos encontraba un freno, la compasión de todos los libres un estímulo; pues que habiendo nacido todos en culpa, todos hubieran podido hallarse en igual estado; y si se envanecían por no haber caído en él, no tenían más razón que quien se gloriase en medio de una epidemia, de haberse conservado sano, y se creyese por eso con derecho de insultar a los infelices enfermos.
169 En una palabra, el estado de la esclavitud era una plaga y nada más; era como la peste, la guerra, el hambre u otras semejantes; y por esta causa era deber de todos los hombres el procurar por de pronto aliviarla, y el trabajar para abolirla.
Semejantes doctrinas no quedaban estériles; proclamadas a la faz del mundo, resonaban vigorosamente por los cuatro ángulos del orbe católico: y a más de ser puestas en práctica como lo acabamos de ver en ejemplos innumerables, eran conservadas como una teoría preciosa al través del caos de los tiempos. Habían pasado ocho siglos, y las vernos reproducidas por otra de las lumbreras más resplandecientes de la Iglesia Católica: Santo Tomás de Aquino (1 P. Q. 96, art. 4.). En la esclavitud no ve tampoco ese grande hombre ni diferencia de razas, ni la inferioridad imaginaria, ni medios de gobierno; no acierta a explicársela de otro modo que considerándola como una plaga acarreada a la humanidad por el pecado del primer hombre.
Tanta es la repugnancia con que ha sido mirada entre los cristianos la esclavitud, tan falso es lo que asienta M. Guizot de que “a la sociedad cristiana no la confundiese ni irritase ese estado”.
Por cierto que no hubo aquella confusión e irritación ciegas, que salvando todas las barreras; no reparando en lo que dicta la justicia y aconseja la prudencia, se arrojan sin tino a borrar la marca de abatimiento e ignominia; pero si se habla de aquella confusión e irritación que resultan de ver oprimido y ultrajado al hombre, que no están empero reñidas con una santa resignación y longanimidad, y que sin dar treguas a la acción de un celo caritativo, no quieren sin embargo precipitar los sucesos, antes los preparan maduramente para alcanzar efecto más cumplido; si hablamos de esta santa confusión e irritación,
¿Cabe mejor prueba de ella que los hechos que he citado, que las doctrinas que he recordado?
¿Cabe protesta más elocuente contra la duración de la esclavitud que la doctrina de los dos insignes doctores, que como acabarnos de ver, la declararon un fruto de maldición, un castigo de la prevaricación del humano linaje, que no la pueden concebir sino poniéndola en la misma línea de las grandes plagas que afligen a la humanidad?
Las profundas razones que mediaron para que la Iglesia recomendase a los esclavos la obediencia, bastante las llevo evidenciadas, y no puede haber nadie imparcial que se lo achaque a olvido de los derechos del hombre. Ni se crea por eso que faltase en la sociedad cristiana la firmeza necesaria para decir la verdad toda entera, con tal que fuera verdad saludable.-
170 Tenemos de ello una prueba en lo que sucedió con respecto al matrimonio de los esclavos: sabido es que no era reputado como tal, y que ni aun podían contraerle sin el consentimiento de sus amos, so pena de considerarse como nulo. Había en esto una usurpación que luchaba abiertamente con la razón y la justicia; ¿qué hizo, pues, la Iglesia? Rechazó sin rodeos tamaña usurpación. Oigamos si no lo que decía el Papa Adriano 1: “Según las palabras del Apóstol, así como en Cristo Jesús no se ha de remover de los sacramentos de la Iglesia ni al libre ni al esclavo, así tampoco entre los esclavos no deben de ninguna manera prohibirse los matrimonios; y si los hubieren contraído contradiciéndolo y repugnándolo los amos, de ninguna manera se deben por eso disolver”. (De conjug. serv. 1. 4, t. 9, c. 1). Esta disposición que aseguraba la libertad de los esclavos en uno de los puntos más importantes, no debe ser tenida como limitada a determinadas circunstancias; era algo más, era una proclamación de su libertad en esta materia, era que la Iglesia no quería consentir que el hombre estuviera al nivel de los brutos, viéndose forzado a obedecer al capricho o al interés de otro hombre, sin consultar siquiera los sentimientos del corazón. Así lo entendía Santo Tomás, pues que sostiene abiertamente que en punto a contraer matrimonio, no deben los esclavos obedecer a sus dueños (2?-. 2-, Q. 104, art. S.)
En el rápido bosquejo que acabo de trazar, he cumplido, según creo, con lo que al principio insinué: de que no adelantaría una proposición que no la apoyara en irrecusables documentos, sin dejarme extraviar por el entusiasmo a favor del Catolicismo, hasta atribuirle lo que no le pertenezca.
Velozmente, a la verdad, hemos atravesado el caos de los siglos; pero se nos han presentado en diversísimos tiempos y lugares pruebas convincentes de que el Catolicismo es quien ha abolido la esclavitud, a pesar de las ideas, de las costumbres, de los intereses, de la leves que formaban un repare, al parecer invencible; y todo sin injusticias, sin violencias, sin trastornos, y todo con la más exquisita prudencia, con la más admirable templanza.
Hemos visto a la Iglesia Católica desplegar contra la esclavitud un ataque tan vasto, tan variado, tan eficaz, que para quebrantarse la ominosa cadena no se ha necesitado siquiera un golpe violento; sino que expuesta a la acción de poderosísimos agentes, se ha ido aflojando, deshaciendo hasta caerse a pedazos. Primero se enseñan en alta voz las verdaderas doctrinas sobre la dignidad del hombre, se marcan las obligaciones de los amos y de los esclavos, se los declara iguales ante Dios, reduciéndose a polvo las teorías degradantes que manchan los escritos de los mayores filósofos de la antigüedad; luego se empieza la aplicación de las doctrinas, procurando suavizar el trato de los esclavos, se lucha con el derecho atroz de vida y muerte, se le abren por asilo los templos, no se permite que a la salida sean maltratados, y se trabaja por sustituir a la vindicta privada la acción de los tribunales; al propio tiempo se garantiza la libertad de los manumitidos enlazándola con motivos religiosos, se defiende con tesón y solicitud lo de los ingenuos, se procura cegar las fuentes de la esclavitud, ora desplegando vivísimo celo por la redención de los cautivos, ora saliendo al paso a la codicia de los judíos, ora abriendo expeditos senderos por donde los vendidos pudiesen recobrar la libertad.
Se da en la Iglesia el ejemplo de la suavidad y del desprendimiento, se facilita la emancipación admitiendo a los esclavos en los monasterios y en estado eclesiástico, y por otros medios que iba sugiriendo la caridad: y así a pesar del hondo arraigo que tenía la esclavitud en la sociedad antigua, a pesar del trastorno traído por la irrupción de los bárbaros, a pesar de tantas guerras y calamidades de todos géneros, con que se inutilizaba en gran parte el efecto de toda acción reguladora y benéfica, se vió no obstante que la esclavitud, esa lepra que afeaba a las civilizaciones antiguas, fué disminuyéndose rápidamente en las naciones cristianas, hasta que al fin desapareció.
No se descubre por cierto un plan concebido y concertado por los hombres; mas por lo mismo que sin ese plan se nota tanta unidad de' tendencias, tanta identidad de miras, tanta semejanza en los medios, hay, una prueba mas evidente del espíritu civilizador y libertador entrañado por el Catolicismo; y los verdaderos observadores se complacerán sin duda en ver en el cuadro que acabo de presentar, cuál concuerdan admirablemente en dirigirse al mismo blanco, los tiempos del imperio, los de la irrupción de los bárbaros, y los de la época del feudalismo; y más que en aquella mezquina regularidad que distingue lo que es obra exclusiva del hombre, se complacerán, repito, los verdaderos observadores, en andar recogiendo los hechos desparramados en aparente desorden, desde los bosques de la Germania hasta las campiñas de la Bética, desde las orillas del Támesis hasta las márgenes del Tíber.
Estos hechos yo no los he fingido: anotadas van las épocas, citados los concilios; al fin de este volumen encontrará el lector originales y, por extenso, los textos que aquí he extractado y resumido; y allí podrá cerciorarse plenamente que no le he engañado.
172 Que si tal hubiera sido mi intención, a buen seguro que no hubiera descendido al terreno de los hechos: entonces habría divagado por las regiones de las teorías, habría pronunciado palabras pomposas y seductoras, habría echado mano de los medios más a propósito para encantar la fantasía y excitar los sentimientos; me habría colocado en una de aquellas posiciones, en que puede un escritor suponer a su talante cosas que jamás han existido, y lucir con harto escaso trabajo las galas de la imaginación y la fecundidad del ingenio. Me he impuesto una tarea algo más penosa, quizás no tan brillante, pero ciertamente más fecunda.
Y ahora podremos preguntar a M. Guizot cuáles han sido las otras causas, las otras ideas, los otros principios de civilización, cuyo completo desarrollo, según nos dice, ha sido necesario, para que triunfase al fin la razón de la más vergonzosa de las iniquidades. Esas causas, esas ideas, esos principios de civilización, que según él ayudaron a la Iglesia en la abolición de la esclavitud, menester era explicarlos, indicarlos cuando menos, que así el lector hubiera podido evitarse el trabajo de buscarlos como quien adivina. Si no brotaron del seno de la Iglesia, ¿dónde estaban? ¿Estaban en los restos de la civilización antigua? Pero los restos de una civilización desastrosa, y casi aniquilada, ¿podrían hacer lo que no hizo, ni pensó hacer jamás, esa misma civilización cuando se hallaba en todo su vigor, pujanza y lozanía? ¿Estaban quizás en el individualismo de los bárbaros, cuando este individualismo era inseparable compañero de la violencia, y por consiguiente debía ser una fuente de opresión y esclavitud?
¿Estaban quizás en el patronazgo militar, introducido, según Guizot, por los mismos bárbaros, que puso los cimientos de esa organización aristocrática, convertida más tarde en feudalismo? Pero ¿qué tenía que ver ese patronazgo con la abolición de la esclavitud, cuando era lo más a propósito para perpetuarla en los indígenas de los países conquistados, y extenderla a una porción considerable de los mismos conquistadores?
¿Dónde está, pues, una idea, una costumbre, una institución, que sin ser hija del Cristianismo, haya contribuido a la abolición cíe la esclavitud? Señálese la época de su nacimiento, el tiempo de su desarrollo, muéstresenos que no tuvo su origen en el cristianismo, y entonces confesaremos que él no puede pretender exclusivamente el honroso título de haber abolido estado tan degradante; y no dejaremos por eso de aplaudir y ensalzar aquella idea, costumbre o institución, que haya tomado una parte en la bella y grandiosa empresa de libertar a la humanidad.
Y ahora bien se puede preguntar a las iglesias protestantes, a esas hijas ingratas que después de haberse separado del seno de su madre, se empeñan en calumniarla y afearla: ¿dónde estabais vosotras cuando la Iglesia Católica iba ejecutando la inmensa obra de la abolición de la esclavitud?
173¿Cómo podréis achacarle que simpatiza con la servidumbre, que trata de envilecer al hombre, de usurparle sus derechos?
¿Podéis vosotras presentar un título, que así os merezca la gratitud del linaje humano?
¿Qué parte podéis pretender en esa grande obra, que es el primer cimiento que debía echarse para el desarrollo y grandor de la civilización europea?
Solo, sin vuestra ayuda, la llevó a cabo el Catolicismo; y solo hubiera conducido a la Europa a sus altos destinos, si vosotras no hubierais venido a torcer la majestuosa marcha de esas grandes naciones, arrojándolas desatentadamente por un camino sembrado de precipicios: camino cuyo término está cubierto con densas sombras, en medio de las cuales sólo Dios sabe lo que hay.