sexta-feira, 2 de junho de 2017

"La santidad de la Iglesia", por el E. P. Álvaro Calderón


R. P. Álvaro Calderón

Ante el aumento de la delincuencia entre los jóvenes, los jueces tienden a condenar a los padres, ¿es razonable? Muchas veces sí, pero lo razonable es juzgar siempre en cada caso quiénes y en qué medida son culpables.

Está la responsabilidad de los padres, pero también la del joven, la de la escuela, la de la calle; si padres y escuela hicieron lo posible y el joven se corrompe por lo que encuentra en la calle, la culpa podría tenerla el presidente.
Pero tampoco se puede acusar rápido, pues también hay que juzgar —de arriba para abajo— quién cumplió mal su función, si el presidente o el gobernador, el intendente, la policía o simplemente el vecino deshonesto. Y si la culpa la tiene el presidente, ¿es culpable la patria? Puede que sí, puede que no; no lo sería si el gobernante obró en contra de las leyes y costumbres y del consentimiento general.
Supongamos el caso en que la culpa la tuvo el joven, pero hubo negligencia del gobernador. ¿Quién puede, entonces, pedir perdón? Evidentemente, se perdona a los culpables y no a los que no lo son; y pueden aquellos pedir perdón bajo dos condiciones: mostrar sincero arrepentimiento y ofrecer la debida reparación, pues son metafísicamente incapaces de perdón las malas voluntades.
Pero también pueden pedir perdón —aunque en modo y razón muy diferente— los ofendidos: los padres o el presidente; y lo hacen con más argumento, porque mucho merece ser oído por la patria y por Dios el pedido de perdón de aquellos que han sabido perdonar a sus deudores.
Pero aquí es otra la condición: que sean completamente inocentes, pues bien pueden pedir perdón los meritorios padres que hicieron todo lo que pudieron para dar buenos hijos a la patria, pero no cabe que pida perdón por otros el gobernador negligente cuando tiene su parte que expiar.
Si tanto nos valió la voz que desde la Cruz exclamó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, fue porque era voz de “un Pontífice como convenía, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores” (Hebreos 7, 26).
¿Puede la Iglesia pedir perdón por los pecados de sus hijos? Así lo hace cada día desde dos mil años, pero no como ofensora sino como ofendida, no como dolosa sino como dolida, no como culpable sino como inocente y santa Madre. La Iglesia es santa y nunca se puede, en rigor de justicia, atribuirle culpa en los pecados de sus hijos. “La Iglesia verdadera es SANTA —dice el Catecismo de San Pío X— porque santa es su cabeza invisible, que es Jesucristo, santos muchos de sus miembros, santas su Fe, su Ley, sus Sacramentos y, fuera de ella, no hay ni puede haber verdadera santidad”.
Nunca pudo nadie acusar a Cristo del menor pecado; dos mil años de historia han mostrado la santidad de la doctrina y de las leyes en que fundó su Iglesia; multitudes de santos manifiestan que los impulsos de gracia que comunican los Sacramentos llevan a la más perfecta vida. Si un rey cristiano o un Papa cometió pecados, salta a la vista de un juez honrado que lo hizo en contra de los mandatos, ejemplos e influencias de la santa Institución a la que pertenecen. Y nunca podrá acusarse a su Cabeza de negligencia en el gobierno, pues para cada enfermedad de herejías o pecados que haya podido invadir la Iglesia, Nuestro Señor ha sabido despertar los anticuerpos necesarios.
Pretender que la Iglesia pida perdón al mundo como haciéndose cargo de la culpa de sus hijos, es cometer la más aberrante de las injusticias; es desconocer la santidad de la Iglesia y blasfemar contra la santidad de Dios, que en persona del Verbo es su cabeza y en el Espíritu Santo su corazón.
De allí que el acto por el que el Papa anterior, en pretendido nombre de la Iglesia, pidió público perdón como de propias culpas, queda como el mayor ultraje jamás recibido por nuestra Santa Madre, que clama al Cielo reparación. ¿Lo impulsó el rencor de los hijos liberales, castigados mil veces por su buena Madre? O quizás la intención de evitar que la Iglesia sea crucificada, prefiriendo entonces —como Pilatos— ofrecerla al mundo humillada por una autoflagelación: Ecce Mulier.
Pero también está la grosera materialidad del pensamiento moderno que, intoxicada de nominalismo, vomita las distinciones y formalidades de los escolásticos; y atribuye o niega, según convenga, lo de la parte al todo y lo del todo a la parte.
Si la parte peca, el todo debe hacerse cargo; y así tenemos la Iglesia o la sociedad culpable de todo lo que hicieron sus miembros criminales; pero no hay que asustarse tanto de cargar con estas responsabilidades, porque ahora se puede pedir perdón sin arrepentimiento ni reparación.
No deja de ser lógico, porque si de todo son culpables todos, al fin la culpa no la tiene nadie o… si bien se piensa… la culpa la tiene Dios.