C. N.
I
Cuando quieren
mostrarse tomistas de la
más pura ortodoxia, los humanistas integrales al estilo de Jacques Maritain
se aplican a recortar y pegar la obra de Santo Tomás, de las Escrituras y del
magisterio de la Iglesia con ahínco y arte… nos corregimos: siempre con ahínco,
pero no siempre con arte, porque con frecuencia es muy fácil deshacer lo pegado
y exhibir el recorte.
He aquí un ejemplo clásico (y que
verdaderamente sorprende por su longevo vigor): el uso y abuso del pasaje de Santo Tomás de la Suma Teológica,
II-II, q. 10, a. 10 (“Si pueden los infieles tener gobierno [praelationem]
y dominio sobre los fieles”), donde se lee: “Ius divinum, quod est ex gratia,
non tollit ius humanum, quod est ex naturali ratione” (El derecho
divino, que viene de la gracia, no suprime el derecho humano, que viene de la
razón natural). Veamos lo que dice, con respecto a este pasaje, Charles
Journet, el principal compañero justamente de Jacques Maritain (y considerado por
muchos y por mucho tiempo como de la más estricta observancia tomista). Y,
viéndolo, como escribe el Padre Calderón en uno de sus libros, “es
difícil pensar que Journet diga esto sin plena advertencia de estar falseando
el pensamiento del Doctor Angélico”. En efecto, en su obra La juridiction
de l’Église sur la Cité,[1] el entonces futuro Cardenal afirma que
lo que se lee en dicho pasaje de Santo Tomás es el “principio supremo” de la
política cristiana. Y prosigue: “De este principio supremo, cuyas consecuencias
son incalculables, se deduce inmediatamente que, siendo la Iglesia de derecho
divino y las diferentes formas de la sociedad civil de derecho humano, la
Iglesia y la Ciudad [esta también con mayúscula, como conviene a un humanista] serán
al mismo tiempo distintas y ordenadas entre sí, como lo son la naturaleza y la
gracia. Los dos principios próximos de la política cristiana son la
distinción entre la Iglesia y la Ciudad, y la subordinación de la segunda a la
primera” (pp. 26-27). Hay que ver, sin embargo, de qué distinción o
subordinación se trata. En primer lugar,
la distinción: “Se debe llamar temporal, con todos los teólogos, a lo
que es ordenado, como a su
fin inmediato y primero, al bien común (material y moral) de la ciudad
terrestre, bien este que concierne sustancialmente al orden natural […]. Y se
debe llamar espiritual, con los teólogos, al que es ordenado como a
su fin inmediato y primero al bien común sobrenatural de la Iglesia” (ibid.,
pp. 28-29) De donde, en segundo lugar, este tipo preciso de
“subordinación” del material al espiritual: si la ciudad tiene una “soberanía
esencial” sobre las cosas temporales, tendrá una “subordinación accidental” con
respecto a la Iglesia, “en la medida en que las cosas de que [el poder
político] se ocupa, y que son regularmente temporales, vienen a ser
ocasionalmente espirituales” (ibid., pp. 70-72); razón por la que
“el fin de la Iglesia, lejos de englobar el fin del Estado, permanece
absolutamente distinto” (idem, p. 75). Más aún: con respecto al citado
texto de la Suma, afirma Journet que es un “principio fundamental de
Santo Tomás como expresión” nada menos que “del pensamiento tradicional de la
Iglesia” (ibid., p. 40).
Aquí, digamos tan solo, sucintamente: primero,
que lo que es subordinación accidental no es, en verdad, subordinación
propiamente dicha, que siempre será per se o esencial; segundo,
que ni mediante el mejor recorte del mundo tal principio es “expresión del
pensamiento tradicional de la Iglesia”, como ya lo veremos. Hay que ver, no
obstante, si al menos es un “principio fundamental de Santo Tomás”.
Pero no puede serlo, dado que al referido
pasaje de II-II, q. 10, a. 10 siguen inmediatamente (insistimos: inmediatamente,
como próximas frases del mismo párrafo de la Respuesta) estas palabras: “Por ello,
la distinción entre fieles e infieles, considerada en sí misma, no suprime el dominio
o gobierno de los infieles sobre los fieles. Sin embargo [¡atención!], el derecho de dominio o gobierno puede
suprimirlo una sentencia u orden de la Iglesia, [¡atención!!] cuya autoridad viene de Dios, porque [¡atención!!!] los infieles, en razón de su
infidelidad, merecen perder el poder [potestatem] sobre los fieles [¡atención!!!!], que se transforman en hijos de Dios”. No
puede serlo, además, porque, de lo alto de su inigualable realismo y sentido
común, dice el Aquinate (en el mismo artículo, ad 2) “que el gobierno [praelatio]
de César preexistía a la distinción entre fieles e infieles y no cesaba con la
conversión de algunos a la fe”, y, más que eso, que “era útil que algunos
fieles hicieran parte de la casa del Emperador para la defensa de otros fieles.
Así, el bienaventurado Sebastián, cuando
veía a los cristianos desfallecer en sus tormentos, los confortaba,
continuando, oculto bajo la clámide militar, a formar parte de la familia de
Diocleciano”. Y no puede serlo, por último, porque dice también el Aquinate (en
el mismo artículo, ad 3) “que los esclavos están sujetos a sus señores por
toda la vida, y los súbditos a sus superiores; pero los ayudantes de los
artífices les están sujetos [solamente] para determinados trabajos. Por tanto,
es más peligroso que los infieles reciban dominio o gobierno sobre los fieles
que una colaboración en algún servicio especial. [...] Salomón también pidió al
rey de Tiro maestros de obras para que cortaran madera, como se lee en III
Reyes, V, 6. Y, sin embargo, si de tal comunión o convivencia se teme la
ruina de los fieles, debe esta prohibirse totalmente”.
Pero detengámonos en la doctrina del Doctor
Angélico a respecto de este tema, para saber por qué puede afirmar lo que
acabamos de leer. Ahora bien, ya decía Aristóteles que “Debemos considerar de
qué modo la realidad del universo posee lo bueno y lo óptimo, si como algo
separado en sí y por sí, o como el orden, o aun de ambos modos, como ocurre con
un ejército. De hecho, el bien del
ejército está en el orden, pero también está en el general; primero, más en
este que en aquel, porque el general no existe en virtud del orden, sino el
orden en virtud del general. Todas las cosas están de cierto modo ordenadas en
conjunto, si bien no todas del mismo modo: peces, aves, plantas; y el
ordenamiento no ocurre de modo que una cosa no tenga relación con otra, sino de
modo que haya algo común [entre ellas]. De hecho, todas las cosas están
coordinadas hacia un único fin. Así, en una casa, a los hombres libres no cabe
actuar al azar; por el contrario, todas o casi todas sus acciones son ordenadas
[...]. Quiero decir que todas las cosas, necesariamente, tienden a
distinguirse; pero, en otros aspectos, todas tienden hacia el todo”.[2] Por ello, con todavía mucha más razón
formal, habla Santo Tomás de la ordenación de las pólis a Dios como
ordenación a Cristo y su Iglesia. Partiendo de la imposibilidad de que
cualquier ente, y pues el hombre, tenga dos fines últimos, y del hecho de que,
si solamente tiene un fin último, todos los demás fines han de ser intermedios
o medios en orden esencial al último fin, el Doctor
Angélico muestra mediante tres analogías cómo el poder civil se ordena al poder
eclesiástico: aquel se ordena esencialmente a este así como el cuerpo se ordena
esencialmente al alma en el compuesto humano; así como la naturaleza se ordena
esencialmente a la gracia en el justo; y, por fin, así como la razón se ordena
esencialmente a la fe en la Sagrada Teología.[3]
No obstante, si aquel principio humanista no
es un “principio fundamental” de la doctrina de Santo Tomás, debemos ver si no lo
será al menos de las Escrituras.
II
“Alabad a Yahvé
desde los
cielos, alabadlo en las alturas. Ángeles suyos, alabadlo todos; alabadle todos,
ejércitos suyos. Alabadle, sol y luna; lucientes astros, alabadle todos.
Alabadle, cielos de los cielos y aguas que estáis sobre los cielos: alaben el
Nombre de Yahvé, porque Él lo mandó, y fueron creados. Él los estableció para
siempre y por los siglos; dio un decreto que no será transgredido. Alabad a
Yahvé desde la tierra, monstruos marinos y todos los abismos; fuego y granizo,
nieve y nieblas, vientos tempestuosos, que ejecutáis sus órdenes; montes y
collados todos, árboles frutales y todos los cedros, bestias salvajes y todos
los ganados, reptiles y volátiles; reyes de la tierra y pueblos todos,
príncipes y jueces todos de la tierra; los jóvenes y también las doncellas, los
ancianos junto con los niños. Alaben el Nombre de Yahvé, porque sólo su Nombre
es digno de alabanza; su majestad domina la tierra y los cielos [...].”
Así dice el Salmo 148. Y de forma semejante dicen otros Salmos, como el 2: “¿Por qué se amotinan las gentes, y las
naciones traman vanos proyectos? Se han levantado los reyes de la tierra, y a
una se confabulan los príncipes contra Dios y su Ungido: «Rompamos (dicen) sus coyundas, y arrojemos lejos
de nosotros sus ataduras». El que habita en los cielos [...] les
hablará en su ira, y en su indignación los aterrará: «Pues bien, soy Yo quien
ha constituido a mi Rey sobre Sión, mi santo monte». [...] Ahora, pues, oh reyes, comprended;
instruíos, vosotros que gobernáis la tierra. Sed siervos de Yahvé con temor y
alabadle, temblando, besad sus pies [...].” Y el 7: “[...] Levántate a mi favor
en el juicio que tienes decretado. Rodéete la congregación de los pueblos y
siéntate sobre ella en lo alto. Yahvé va a juzgar a las naciones [...].” Y el
9, I: “Has reprendido a los gentiles y aniquilado al impío, borrado su nombre
para siempre. [...] reducidos a perpetua ruina; has destruido sus ciudades […].
He aquí que Yahvé se sienta para siempre, ha establecido su trono para juzgar.
Él mismo juzgará el orbe con justicia, y gobernará a los pueblos con equidad
[...].” Y también el 9, II: “[...] Arroja, Señor, sobre ellas el terror, oh
Yahvé, ¡que sepan los gentiles que son hombres! [...] Yahvé es Rey para siglos eternos; los gentiles fueron exterminados de su
tierra. [...]” Podrían
multiplicarse aquí, innumerablemente, las citas del Antiguo Testamento en que
Dios aparece como Rey y Juez de las naciones y de los pueblos, y estos, sus
reyes, y sus príncipes, y sus propios juicios como debiendo prestarle, a Sus
pies, la debida gloria y alabanza.
Ahora bien, Nuestro
Señor Jesucristo, a) por derecho de nacimiento eterno y
de consubstancialidad divina,[4] b) por descendencia
carnal de David y c) por derecho de conquista, rescate y
redención mediante su misma Pasión y Muerte en la Cruz –por todo ello, Nuestro
Señor Jesucristo heredó la suprema Realeza y Magistratura sobre toda la tierra
y sus naciones, sus pueblos, sus príncipes, sus jueces. Lo dice Él mismo,
resucitado, en un monte de Galilea, a algunos Apóstoles que dudaban: “Omnia
potestas data est mihi in coelo et in terra” (“Todo poder me ha sido dado en el
cielo y sobre la tierra”) (Mat., XXVIII, 18).
En efecto, ser
rey es tener ordenados a sí todos sus súbditos, así como ser general es tener ordenados
a sí todos sus subordinados.[5] Se rebela, sin embargo, el católico
humanista,[6] blandiendo ahora otros dos pasajes
de los Evangelios que parecen, de forma definitiva, darle toda la razón:
a) “Dad, pues, al César”, dice Nuestro Señor
mismo, “lo que es del César, y a Dios lo
que es de Dios” (Mat., XXII, 21);
b) “Mi reino no es de este mundo”, dice el
Redentor a Pilatos; “Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores
combatirían a fin de que Yo no fuese entregado a los judíos. Mas ahora mi
reino”, insiste, “no es de aquí” (Juan, XVIII, 36).
O sea, en medio
de su afán recortador, quiere creer nuestro católico humanista que con esos dos
pasajes se afirman dos verdades esencialmente liberales:
a) Hay dos poderes, uno sobrenatural (o
espiritual, representado por la Iglesia) y otro temporal (representado por los
poderes terrenos), y no hay ordenación esencial de este a aquel, habiéndola como máximo accidental o indirecta. En otras
palabras: Dios y el César, cada uno en su ámbito y cada uno con su fin.[7]
b) El reino de Cristo es, según las mismas
palabras de Nuestro Señor, puramente sobrenatural –o espiritual, y se ejerce
sobre todo en lo íntimo del alma de cada fiel. A lo largo de muchos siglos de embestida
del “catolicismo” humanista-liberal, viene sirviendo este último fundamento
para cimentar la “verdad” anterior, porque, en efecto, si el fin último de cada
hombre es la beatitud de la visión cara a cara de Dios, entonces bastaría, para
tal efecto, con que el reino de Cristo se ejerciera en el dominio de las almas
individuales.
Ocurre, sin
embargo, que ante todo niegan las mismas Escrituras. En efecto, si así no
fuera, no se sabría por qué dijo Cristo que le “fue dado todo poder en el cielo
y en la tierra”, y no “todo el poder en el cielo y ‘en las almas
humanas’”; ni porque el mismo Cristo nos mandó rezar “venga a nosotros tu
reino, así en la tierra como en el
cielo”. Naturalmente, la tierra incluye aquí a las almas humanas. Pero, si
solamente de ellas se tratara, no se comprendería la razón del uso de tal generalidad
local. Además, después de que Nuestro Señor dijera que su reino “no es de este
mundo”, Le retruca Pilatos: “Ergo, rex es tu” (“¿Conque Tú eres rey?”). A lo
que responde Jesús: “Tú lo dices: Yo soy rey. Yo para esto nací y para esto
vine al mundo, a fin de dar testimonio a la verdad. Todo el que es de la verdad
escucha mi voz” (Juan, XVIII, 37). Ahora bien, con este “nací y para esto vine
al mundo, a fin de dar testimonio de la verdad” Jesús reclama “no tanto el
derecho de soberanía divina de la segunda persona de la Santísima Trinidad”
(Jean Ousset, Pour qu’Il regne, París, La Cité Catholique, 1959); se
trata, más bien, del derecho soberano descrito en una visión: “Porque un Niño
nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado, que lleva el imperio sobre sus
hombros. Se llamará Maravilloso, Consejero, Dios poderoso, Padre de la
eternidad, Príncipe de la paz. Se dilatará su imperio, y de la paz no habrá
fin. (Sentaráse) sobre el trono de
David y sobre su reino, para establecerlo y consolidarlo mediante el juicio y
la justicia, desde ahora y para siempre jamás. El celo de Yahvé de los
ejércitos hará esto” (Is., IX, 6-7). El mismo derecho de soberanía visto, aún
más claramente, por Daniel: “Seguía yo mirando en la visión nocturna, y he aquí
que vino sobre las nubes del cielo Uno parecido a un hijo de hombre, el cual
llegó al Anciano de días, y le presentaron delante de Él Y le fue dado el
señorío, la gloria y el reino, y todos los pueblos y naciones y lenguas le
sirvieron. Su señorío es un señorío eterno que jamás acabará, y su reino nunca
será destruido” (Dan., VII, 13-14). En efecto, como escribe San Buenaventura,
“es en cuanto hombre que el Salvador se magnificó por encima de todos los reyes
de la tierra a causa de la asunción de su Humanidad en la unidad de una persona
divina”.[8] “El alma de Cristo”, dice por su
parte Santo Tomás, “es alma de rey; rige a todos los entes, porque la unión
hipostática la pone por encima de toda criatura.”
Señalemos,
asimismo, que:
a) Es impreciso afirmar, sin más, que el fin último del hombre
sea la beatitud o visión cara a cara de Dios. Como dice el Padre Calderón, se
debe “aclarar que el fin último en sentido propio es Dios en sí mismo, y que «la
beatitud se dice fin último en el sentido en que la obtención del fin se llama
fin»” (I-II, q. 3,
a. 1, ad 3). Ahora bien, esta imprecisión aparentemente pequeña tiene gran
implicación en la visión “católica”
humanista que nos ocupa. Basados en esta es que incluso los católicos
humanistas que más se acercan a la verdadera doctrina de la Iglesia se olvidan de
que toda nuestra vida debe servir ante todo para la gloria de Dios y que
nuestra salvación es precisamente consecuencia de ese rendir gloria a Cristo
Rey con toda el alma y el corazón.
b) El reino de Cristo, así en la tierra como en
el cielo, así en las almas de este valle de lágrimas como en las almas ya en la
gloria o unidas a su cuerpo en la
Jerusalén Celeste, es el reino de la Verdad, como lo dice Nuestro Señor mismo a
Pilatos. Ahora bien, aunque la falsedad comporte grados, no así la verdad; o es
integral, o simplemente no es verdad. Luego, el reino de la Verdad será total,
o no lo será.
c) Luego, el reino de Cristo de hecho no es de
este mundo, pero se ejerce sobre este mundo.
d) Más aún: el Reino de Cristo es la misma
Iglesia (“Regnum Christi, quod est Ecclesia”, Catecismo del Concilio de
Trento).[9] Ya lo había dicho Tobías en su
profecía sobre Jerusalén, que es figura de la Iglesia: “Brillarás con luz
esplendorosa, y todos los países de la tierra se prosternarán delante de ti.
Vendrán a ti naciones lejanas; trayendo dones adorarán en ti al Señor, y
tendrán tu tierra por santuario. [...] Malditos los que te desprecian; serán
condenados todos los que te blasfemaren y benditos los que te reedifiquen”
(Tob., XIII, 13-16).
e) Y más aún: porque la Cristiandad y sus
ciudades son parte de la Iglesia, Jerusalén también es figura suya. Y
recordemos que fue sobre una Jerusalén apóstata y destinada a la ruina que
lloró su mismo Rey.
Así pues el
reino de Cristo es el Reino de la Verdad; y, como Él mismo nos enseñó, debemos
pedirle que venga a nosotros su reino, y que se haga la voluntad de su Rey,
“así en la tierra como en el cielo”.
Más claro imposible: la voluntad de un rey es imperio, y la que se manda
cumplir en el Padrenuestro es la de un rey cuyo reino, insistimos, no es de
este mundo, pero se ejerce sobre este mundo –desde el interior de las almas
individuales hasta la multitud de los individuos humanos que constituyen las
ciudades. Es más, lo dice, como ya vimos, el mismo Cristo resucitado: “Omnia
potestas data est mihi in coelo et in terra”. Con ello se derrumban los
fundamentos de los que quieren ver en las palabras de Cristo “Dad al César lo
que es del César, y a Dios lo que es de Dios” la confirmación de su tesis
humanista de subordinación como máximo indirecta del poder temporal al
espiritual.
No obstante,
para que se evidencie tal derrumbamiento, es preciso demostrar antes que de
hecho Nuestro Señor Jesucristo no se contradice al enunciar los dos pasajes
arriba mencionados (como si tal cosa fuera posible…). Y ello se hace mostrando:
● primero, que de hecho Cristo instituyó dos
jurisdicciones —una, la del César; y otra, la de la Iglesia;[10]
● y, después,
que, por más que se pueda decir que la potestad de la Iglesia sobre la del
César es, secundum quid, indirecta, la jurisdicción civil, como ya
se vio, se ordena esencialmente y no accidental o indirectamente a
la eclesiástica.
En efecto, una
confirmación de que Jesús se dice rey no solamente del interior de las almas
humanas sino también sobre las ciudades de los hombres, nos la proporcionan los
mismos judíos, quienes, después del diálogo entre Pilatos y Nuestro Señor en el
que aquel le pregunta a Este si es rey y Él responde que sí “Tú lo dices: Yo
soy rey”, concluyen: “¿Que otro testimonio nos es necesario? Nosotros mismos lo oímos [o sea, que Jesús se dijo
rey] de su propia boca”. Ahora bien, si tanto el horizonte de Pilatos como el de los judíos es
aquí, de manera patente, el de los reinos terrestres, el de Cristo, aunque no
se ciña, todo lo contrario, a aquel, obviamente también lo incluye, porque de
otro modo Él ni siquiera hubiera asentido, aunque tan solo fuera vagamente, a
la pregunta del romano. Y el importantísimo capítulo V del Apocalipsis no hará
sino confirmar lo que decimos. Lo citamos íntegramente (las negritas y los
corchetes son nuestros): “Y vi en la diestra de Aquel que estaba sentado sobre
el trono [Dios Padre, cuya realeza Cristo hereda por derecho de
nacimiento eterno y de consubstancialidad divina] un libro, escrito por dentro
y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un ángel poderoso que, a gran
voz, pregonaba: “¿Quién es digno
de abrir el libro y desatar sus sellos?” Y nadie en el cielo, ni en la tierra,
ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aún fijar los ojos en él. Y yo
lloraba mucho porque nadie era hallado digno de abrir el libro, ni de fijar en
él los ojos. Entonces me dijo uno de los ancianos: “No llores. Mira: el León de la tribu de Judá [Cristo,
rey por descendencia carnal], la raíz de David, ha triunfado, de suerte que
abra el libro y sus siete sellos. Y vi que en medio delante del trono y de los
cuatro vivientes y de los ancianos estaba de pie un Cordero [Cristo, rey por derecho de conquista, rescate y
redención mediante su misma Pasión y Muerte en la Cruz] como degollado, que
tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios en misión
por toda la tierra. El cual vino y tomó (el libro) de la diestra de Aquel que
estaba sentado en el trono. // Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres
vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo
cada cual una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones
de los santos. Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: “Tú eres digno de tomar el
libro, y de abrir sus sellos; porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre
compraste para Dios (hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación; y los
has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes [¿qué mejor comprobación de que el poder
temporal y el espiritual, la ciudad y la Iglesia, son dos coprincipios,
esencialmente ordenados el uno al otro?], y reinarán sobre la tierra [precisamente,
como poder temporal y espiritual en cuanto coprincipios]. // Y miré y oí
voz de muchos ángeles alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos;
y era el número de ellos miríadas de miríadas, y millares de millares; los
cuales decían a gran voz: Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir virtud [o
sea, la potestad o poder], riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y
alabanza. // Y a todas las creaturas que hay en el cielo, sobre la tierra,
debajo de la tierra y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos oí que
decían [tal como en el Salmo
148 son convocadas a hacer]: Al que está sentado en el trono, y al Cordero,
la alabanza, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Y
los cuatro vivientes decían: “Amén”. Y los ancianos se postraron y adoraron”.
Examinemos,
finalmente, los dos últimos pasajes muy citados por los católicos humanistas en
favor de su tesis: a) Romanos XIII, 1-7; y b) I
Pedro, II, 13-17. Según ellos, tales pasajes probarían suficientemente la
autonomía de la jurisdicción temporal, y que, por tanto, razón tenía Dante al
afirmar que el Imperio y la Iglesia son dos poderes independientes y
respectivamente vinculados a los dos fines últimos del hombre, uno natural y
otro sobrenatural. Veámoslo, pero diciendo desde ya: tal conclusión no pasa de
una media verdad, razón por la que no es verdad alguna.
a) “Todos han de someterse”, escribe San Pablo,
“a las potestades superiores; porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y
las que hay han sido ordenadas por Dios. Por donde el que resiste a la
potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten se hacen reos de
juicio. Porque los magistrados no son de temer para las obras buenas, sino para
las malas. ¿Quieres no
tener que temer a la autoridad? Obra lo que es bueno, y tendrás de ella
alabanza; pues ella es contigo ministro de Dios para el bien. Mas si obrares lo
que es malo, teme; que no en vano lleva la espada; porque es ministro de Dios,
vengador, para (ejecutar) ira contra
aquel que obra el mal. Por tanto es necesario someterse, no solamente por el
castigo, sino también por conciencia. Por esta misma razón pagáis también
tributos; porque son ministros de Dios, ocupados asiduamente en este asunto.
Pagad a todos los que les debéis: a quien tributo, tributo; a quien impuesto,
impuesto; a quien temor, temor; a quien honor, honor.”
b) “A causa del Señor, sed sumisos”, escribe a
su vez San Pedro, “a toda humana institución, sea el rey como soberano, o a los
gobernadores, como enviados suyos para castigar a los malhechores y honrar a
los que obran bien. Pues la voluntad de Dios es que obrando bien hagáis
enmudecer a los hombres insensatos que os desconocen (comportándoos) cual libres, no ciertamente como quien toma la
libertad por velo de la malicia, sino como siervos de Dios. Respetad a todos,
amad a los hermanos, temed a Dio, honrad al rey.”
Ahora bien, de
estos dos pasajes no se pueden inferir sino los siguientes corolarios
inmediatos:
● Dios
instituyó, efectivamente, como vimos, dos jurisdicciones;
● la misma
jurisdicción temporal y sus poderes provienen ambos de Dios;
● los
cristianos deben sumisión, obediencia y honra a los reyes o príncipes en la
misma medida en que estos, como
ministros de Dios, alaban a los que practican el bien y traen la espada para la
vendetta, o sea, para castigar a los
que hacen el mal;
● pero no deben
hacerlo por temor al mal, porque, en efecto, como ya decía Aristóteles,[11] gran diferencia hay entre un acto
justo (por ejemplo, pagar una deuda porque se tiene miedo del acreedor) y un
acto de justicia (por ejemplo, pagar una deuda porque se está convencido de que
siempre es justo pagar lo debido); y porque, además, si la Antigua Ley obligaba
sobre todo en el acto exterior, la Nueva obliga sobre todo en el acto
interior;[12]
● ni mucho
menos los cristianos deben proceder con malicia, usando la libertad como rebozo
para ocultar un mal proceder (y precisamente no es otra cosa lo que se hace en
el reino de lo democrático-liberal), pero como hombres verdaderamente libres,
o sea, como siervos de Dios, puesto que ser siervo de Dios es no ser esclavo de
las pasiones, los pecados, el demonio.
Por otro lado,
de estos dos pasajes no se pueden inferir las dos proposiciones
que se siguen:
> la
jurisdicción temporal y sus poderes no se ordenan esencialmente al poder
espiritual —porque, en efecto, el mero hecho de que esta jurisdicción haya sido
instituida por Dios mismo y de que sus poderes provengan de Él indica más bien
lo contrario, o sea, que tales poderes, por el mismo hecho de provenir de Dios,
le deben ordenación y sumisión a Él y, por consiguiente, al poder espiritual
que Cristo mismo instituyó directamente (la Iglesia);
> los
cristianos deben obedecer y honrar a los reyes terrenos siempre
—porque afirmarlo sería decir que los cristianos deben obedecer a estos reyes
aun cuando quieran obligarlos a desobedecer la ley natural (o sea, la parte de
la ley eterna que rige la vida moral de los hombres) y la ley divina positiva o
eclesiástica (o sea, la ley del Espíritu Santo positivada); en otras palabras, cuando
quieran obligarlos a obedecer leyes humanas inicuas.[13]
Además de ello,
lo que los católicos humanistas nunca vieron en estos dos pasajes es lo que se
puede inferir sin gran dificultad de este pequeño paso de San Pedro: para “que,
obrando bien, hagáis enmudecer a los hombres insensatos”, o sea, a aquellos
mismos hombres que condenarían tantos cristianos al martirio. Ahora bien, el enmudecimiento
de la ignorancia de estos insensatos, mucho más que un modo de evitar el
martirio (que, al fin y al cabo, siempre es para el cristiano una palma de
victoria), sería claramente la antesala de su conversión. No se puede
sensatamente dudar de que, tras haberles hablado Cristo resucitado, y tras haberles
sido enviado en Pentecostés el Espíritu Santo, supieran los Apóstoles que los
insensatos paganos romanos un día se rendirían a Cristo y su Vicario. No por
nada San Pedro, auxiliado por San Pablo, enraizará la Iglesia en el suelo de la
Ciudad “Eterna”: por cierto, estaban ellos divinamente orientados a poner la
Piedra en el centro de una civilización que la misma Providencia Divina había
preparado para que, al precio de la efusión lustral de la sangre cristiana, fuera
bautizada y diera paso a la Cristiandad.
Si bien aquel
principio humanista no es un “principio fundamental” de la doctrina de Santo
Tomás ni de las Escrituras, hay que averiguar si no lo es, como quería el
Cardenal Charles Journet, del magisterio de la Iglesia.
III
los documentos
papales[14] representativos de la posición verdaderamente católica respecto a
las relaciones entre Iglesia y ciudad –posición en todo punto contraria a la de
los humanistas integrales–, hablan por sí solos. Nos basta, pues, con presentar
una relación de los que parecen más importantes. Hela aquí:
• Documento de excomunión
y deposición de Enrique IV (San Gregorio VII);
•
Epístola Sicut universitatis (Inocencio III);
• Bula Unam Sanctam (Bonifacio
VIII);
• Constitución Licet
iuxta doctrinam (Errores de Marsilio de Padua y de Juan de Jandún
sobre la constitución de la Iglesia; Juan XX);
• Encíclica Quanta cura (Pío
IX);
• El Syllabus (Errores
sobre la Iglesia y sus derechos; Errores sobre la sociedad civil considerada bien
en sí misma, bien en sus relaciones con la Iglesia; Errores sobre el principado
civil del Romano Pontífice; Pío IX);
• Encíclica Etsi multa luctuosa (Pío
IX);
• Encíclica Quod Apostolici
muneris (Pío IX);
• Encíclica Diuturnum illud (León
XIII);
• Immortale Dei (León
XIII);
• Encíclica Libertas,
praestantissimus (León XIII);
• Encíclica Sapientiae
christianae (León XIII);
• Encíclica Annum Sacrum (León
XIII);
• Encíclica Rerum novarum (León
XIII);
• Encíclica Graves de Communi
Re (León XIII);
• Encíclica Vehementer
Nos (S. Pío X);
• Encíclica Ubi arcano (Pío
XI);
• Encíclica Quas primas (Pío
XI);
• Encíclica Divini illius
magistri (Pío XI);
• Encíclica Quadragesimo
anno (Pío XI);
• Encíclica Firmissimam
constantiam (Pío XI);
• e Encíclica Summi
Pontificatus (Pío XII).
A guisa de
conclusión, empero, dejamos consignados aquí estos cinco marcos del magisterio
de la Iglesia que por sí solos bastan para condenar la visión “católica”
humanista sobre la relación entre el poder civil y el eclesiástico:
1) “[La Iglesia tiene en su poder dos
espadas (o gladios)], la espada espiritual y la espada temporal. Pero esta
última debe usarse para la Iglesia, mientras que la primera debe
usarse por la Iglesia. La espiritual debe manejarla la mano del sacerdote; la
temporal, la mano de los reyes y los soldados, pero según el imperio y la
tolerancia del sacerdote. Una espada debe estar bajo la otra espada, y la
autoridad temporal debe estar sumisa al poder espiritual” (Bonifacio VIII, Unam Sanctam).
2) “Los que en el gobierno de los estados
pretenden desconsiderar las leyes divinas desvían el poder político de su propia
institución y del orden prescrito por la misma naturaleza” (león XIII, Libertas Præstantissimum).
3) “No, la civilización no está
por inventar ni la «ciudad» nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe;
es la civilización cristiana, es la «ciudad» católica. No se trata más
que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y
divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la
rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo” (San Pío X, Notre charge apostolique).
4) “En el juicio final, Jesucristo acusará a los
que lo expulsaron de la vida pública y, en razón de tal ultraje, aplicará la
más terrible venganza” (Pio XI, Quas
Primas).
5) “Nos percibimos la numerosa clase de
aquellos que consideran los fundamentos específicamente religiosos de la
civilización cristiana [...] sin valor objetivo [para los días de hoy], pero a quienes
les gustaría conservar el brillo exterior de esta para mantener de pie un orden
cívico que no podría pasar sin tal. Cuerpos sin vida, acometidos de parálisis, son
ellos mismos incapaces de oponer nada a las fuerzas subversivas del ateísmo” (Pío XII, Discurso a la Unión
Internacional de las Ligas Femeninas Católicas).
[3] Para estas analogías, cf. Santo
Tomás de Aquino, De regimini principum, Lib. I, cap.
5; Suma Teológica, II-II, q. 60, a. 6, ad 3; y Padre Álvaro Calderón, El Reino
de Dios en el Concilio Vaticano II, versión en PDF, pp. 16-24.
[4] “En el principio el Verbo era, y el Verbo era junto a Dios, y el
Verbo era Dios. Él era en el principio junto a Dios: Por Él, todo fue hecho, y
sin ÉL nada se hizo de lo que ha sido hecho” (Juan, I, 1-2).
[6] Recordemos siempre que no puede haber “catolicismo” humanista o
liberal sino al modo de un cáncer.
[7] Como lo afirma Dante en su De Monarchia, y como
afirmarán tantos humanistas no católicos, tantos católicos más o menos
contaminados de humanismo y liberalismo, y aun (por razones que se explicarán
en otro momento, y siempre en contradicción con sus mismos
principios) destacados católicos antiliberales: en el primer grupo, por ejemplo,
Marsilio de Padua; en el segundo, por ejemplo, Francisco de Victoria, Francisco
Suárez, Charles Journet (como ya vimos), Jacques Maritain (idem), Louis
Lachance, Étienne Gilson; en el tercero, también por ejemplo, el gran Cardenal
Billot, el mismo que renunció al cardenalato después de la condenación de
Maurras y de la Action Française por Roma.
[10] Con ello, dígase de pasaje, Cristo resolvía un dilema de Platón,
que ansiaba un gobierno de filósofos: “Si los filósofos no reinan en las
ciudades, o no coinciden la filosofía y el poder político, no habrá tregua para
los males de las ciudades, ni para los del género humano” (La República,
473; cf. Padre Álvaro Calderón,
“El gobierno de los filósofos. La solución cristiana al dilema de Platón”,
en A la luz de un ágape cordial, SS&CC ediciones, Mendoza 2007,
pp. 101-132). Era la manera posible de que un pagano percibiera las
cadenas por las que estaba ligado su mundo, y que por las Escrituras sabemos que
son cadenas del demonio: en efecto, a tal punto esclavizaba él al mundo antiguo, que, como dice el mismo Padre, “pudo
ofrecer a Cristo todos los reinos de la tierra: ‘Omnia tibi dabo’ (Mt., IV,
9)”.
[11] Cf. Ética
Nicomaqueia, V, 1, 1129a 3-26; 2, 1129a 26-10, 1135a 14; 10, 1135a 15-15,
1138b 5; 14, 1137a 31-15, 1138b 13.
[13] En cuanto a los grados de esta iniquidad y en cuanto a si los
cristianos deben, por razones de prudencia, obedecer en foro externo
a leyes menos inicuas, cf. Santo
Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, cuestión 96, especialmente
el artículo 4.
[14] Nunca es ocioso recordar que, como definido por el Concilio
Vaticano I, mientras que las Escrituras y la Tradición son regula fidei
quoad nos remota, el magisterio de la Iglesia es, por la asistencia del
Espíritu Santo, regula fidei quoad nos proxima (cf. J. Salaverri
SI, Tractatus de Ecclesia, en “Sacrae Theologiae Summa”, BAC, tomo I,
1962, n. 806, p. 754). Luego, en cuanto asistidos de algún modo por
el Espíritu Santo, de ninguna manera pueden los documentos pontificios
contradecir en nada las Sagradas Escrituras ni la Tradición.